Hace 105 años que en la batalla de Malpaso el padre del escritor Martín Luis Guzmán se convirtió en el primer muerto de la revolución mexicana. Agonizaba el año de 1910.

Porfirio Díaz renunció a la presidencia meses más tarde y el 20 de junio de 1911 desembarcó en El Havre. Pasó unos días en el hotel Astoria; se mudó más tarde a una casa pequeña de la avenida del Bosque. En 1913 se enteró en Nápoles del asesinato de Madero. Pronto comenzaron los vértigos, los mareos, los adormecimientos que hicieron que su vida se apagara “como una vela”. “Oaxaca, Oaxaca”, decía la Majestad Caída en sus delirios.

El gobierno mexicano no envió condolencias. La viuda del dictador, Carmen Romero Rubio, embalsamó el cuerpo y lo depositó en una capilla de Saint Honoré, en tanto podía cumplir el último deseo de Díaz: “Ya tranquilo el país se llevan mis huesos a descansar a Oaxaca”.

En 1921, once años después de la renuncia, México seguía en llamas y el nombre de Díaz no podía pronunciarse a menos que lo acompañaran vituperios. La viuda comprendió que no podría cumplir esa última voluntad. Compró un lote en el cementerio de Montparnasse… y después de algún tiempo, en 1934, decidió dejar los restos allá y regresar a México sola.

A Porfirio Díaz le dedicaron en vida medio centenar de biografías laudatorias. En el periodo posrevolucionario se escribieron sobre él veinte o treinta biografías más. El común denominador de estas últimas es que Díaz figura como el máximo villano de nuestra historia.

Aquellos libros fueron escritos por los hombres que habían vivido la desigualdad y la represión que caracterizaron la dictadura. Según la descripción de Nemesio García Naranjo, eran parte de esa juventud que vivió en carne propia la decadencia del porfiriato, “y no tardó en desbordarse”. Díaz había renunciado en 1911, pero muchos lo culpaban por los diez años de matanzas que vinieron después.

Carlos Tello afirma que fue hasta más allá de 1946 que aparecieron los primeros libros hechos por historiadores profesionales: las primeras obras que buscaron la imparcialidad y se apoyaron en documentos (Daniel Cosío Villegas, José C. Valadés).

En esos libros comenzaba a perfilarse un personaje más complejo. Pero el país no estaba listo para discutirlo. Los historiadores que sin negar su lado oscuro resaltaron las aristas positivas de su gobierno —algunos no se han enterado de que las hubo—, fueron tachados de enemigos del pueblo y la revolución, de siervos del poder político.
Así pasaron 70 años. Todavía hoy, al recordarse el centenario de la muerte de don Porfirio, hay quienes arquean la ceja sospechando el regreso de los Científicos.

En los años 60, los familiares de Díaz intentaron repatriar sus restos. Díaz Ordaz no lo permitió. El país no estaba preparado. En los años 90 hubo un nuevo intento: Carlos Salinas y Ernesto Zedillo se negaron. Al aproximarse al centenario de la revolución, la polémica revivió. Todavía recuerdo las palabras de mi amigo Paco Ignacio Taibo II: “Que se atrevan a traer los restos de Porfirio Díaz, porque me cae que cerramos la carretera a Veracruz y hacemos movilización social”.

Hoy, el ayuntamiento de Oaxaca y una comisión especial “de los Festejos del Centenario Luctuoso de Porfirio Díaz”, intentan nuevamente repatriar los restos. Y, otra vez, los “herederos espirituales” de la revolución se desgarran las vestiduras, ponen los ojos en blanco y sienten que el santo se les va al cielo.

¿Qué más da si entierran en La Soledad los restos de don Porfirio?

Pues parece que da mucho, porque la revolución ha hecho su historia de bronce y la historia de bronce —no sé quién lo dijo— es muy positiva para la salud de la patria.
Y sin embargo, lo que hay que pagar para que la historia de bronce permanezca intocada es la mutilación de la historia y la cancelación de todo empeño intelectual por hallar la verdad.

Mejor no discutir. Mejor vivir entre héroes y villanos y cerrar los ojos ante las cicatrices, las zonas sensibles de nuestro pasado.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses