He llegado a pensar que la ingenuidad es una forma de extraña felicidad; pues aunque se sufre no se sabe por qué y puede uno culpar al destino, a Dios, a la mala fortuna o a quien tiene más cerca. “Por qué me culpas de todo lo que te sucede?”, pregunta la abnegada mujer al marido, y éste responde: “Porque eres quien está más cerca de mí.” Creo que contra mi salud yo he extraviado la ingenuidad y, por lo tanto, me doy cuenta de que la posibilidad de ser feliz ha disminuido a grados infelices. No obstante tan lamentable pérdida, no encuentro una forma más digna de vivir que aceptar que la vida se ha terminado. Así el mundo a mi alrededor cambia. Se hace menos inhabitable. No quisiera añadir más a lo sucedido en los comicios pasados en el Estado de México (los de Coahuila son rocambolescos), puesto que he intentado tratar al presente con cierto desdén y desconfianza. Mas ahora sé con mayor precisión y certeza que no soy un hombre sabio, porque no puedo dejar de pensar que los perdedores genuinos de estas recientes elecciones son los habitantes de tal entidad. Los crímenes en la vía pública continuarán; las personas que trabajan seguirán siendo asaltadas en los microbuses cuando retornan a su casa luego de una jornada de trabajo; los secuestros mantendrán su curso; la desconfianza en la policía; los saqueos; levantones y el predominio de la pobreza y de la enfermiza diferencia entre las clases sociales. Todo ello continuará luego de esta especie de pantomima llevada a cabo en nombre de la democracia, de esta comedia cómica y desesperante. No son los partidos políticos quienes han perdido (ellos son causa de la desconfianza pública endémica, como sabemos), ni personas llamadas Delfinas, Zepedas, Josefinas, Del Mazos, López; ellos no han perdido nada a comparación de las personas comunes. Qué desconcertante me resulta la miríada de noticias y comentarios en torno a estos personajes cuando el muerto está tendido ante nuestros ojos. ¡Qué capacidad de auto engaño! El enorme abstencionismo en tales elecciones no podía ser más elocuente: se llama incredulidad y desánimo, infertilidad civil y desprecio.

Iris Murdoch pensaba que la literatura nos hace interesarnos por otras personas y escenarios, y que también nos ayuda a ser tolerantes y generosos. Es una teoría agradable, pero difícil de aceptar porque leer a Dostoiewski, a Kafka o a Foster Wallace nos hace también menos ingenuos y por lo tanto más infelices, intolerantes y menos generosos con los malvados. Licurgo —la semana pasada cité a Séneca y ello indica el nivel de desesperación en el que me encuentro—; decía yo: Licurgo creía que el Estado tiene que ser obra de la filosofía, así como Eugenio Trías ponía énfasis en la ciudad como obra del artista. Caray, en nuestra actualidad no podía haber algo más alejado. El Estado no es obra de la filosofía (capacidad de aprehender y pensar nuestra circunstancia como seres en sí mismos y como seres para algo), sino de los poderes que lo erosionan y del malentendido. La ciudad está en manos de la rapiña, el funcionario corrupto y de los agentes inmobiliarios (¿no es evidente que la ciudad requiere restaurarse no ampliarse, y que además está huera de espacios públicos, fuentes y jardines?). Vuelvo al Estado de México, el cual, en realidad no existe, pues es sólo continuación, metástasis o parte del cuerpo de esta ciudad central: de una fuerza centrífuga que lo carcome todo. El arquitecto Eduardo Terrazas ha insistido, aunque nadie lo escucha, en la descentralización y en la necesidad de que las políticas urbanas deben tratar a los Estados de Hidalgo y Morelos, Puebla, al Estado de México y a la Ciudad de México como una entidad orgánica e ir en busca de soluciones globales de seguridad, comunicación y en general de políticas publicas; y no como territorios apartados, aislados, gobernados por príncipes lugareños u oriundos.

Ustedes —el que me ha leído un par de veces— se dará cuenta que soy apartidista y más bien escéptico; sin embargo, el que los resabios de la izquierda mexicana, social democracia, liberalismo social o como deseen llamarle al bien público no se hayan unido en el Edo de México alrededor y para solucionar los males que torturan a este lugar, y hayan preferido pelearse por las migajas de los no abstencionistas para preservar sus intereses, su atrofia dialéctica (su consigna: “no conversar / nos hace progresar”) y miopía es decepcionante y justifica el mal. López Obrador, ¿qué sucede con este hombre? Es el mejor amigo de sus enemigos. Repite las mismas rutinas en cada elección, es como el reloj del diablo, con todo respeto para quien lo estima. Permítanme soñar: imagino que de todos los partidos existentes (más bien de sus fantasmas) se escindieran grupos progresistas, afines en ideas y formaran un frente en verdad social democrático y guiado por personas y grupos genuinos y menos corrompidos moralmente, y sostenidos en políticas de vanguardia y en el consejo y asesoría de las personas más honestas y capaces de este país, preocupadas en verdad por los “muertos”, es decir, por los ciudadanos. Sueños guajiros, pues. La idea del voto obligatorio y la segunda vuelta electoral son ideas que amigos míos han barajado desde hace tiempo. A mí, hoy, me parecen oportunas.

En fin, termino mi columna como empecé: en este momento creo que la forma más digna de vivir es aceptar que la vida se ha terminado. Y entonces, quizás, encontraremos algún residuo de bienestar.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses

[Publicidad]