El 7 de agosto se cumplió el centenario del nacimiento del Rafael Solana (1915–1992), cuya memoria quedó opacada por el fasto de las celebraciones, el año pasado, de sus amigos Octavio Paz, Efraín Huerta y José Revueltas. Con los dos primeros hizo la revista Taller (y antes de ella, más personal, Taller poético), aunque al escritor comunista fue a quien conoció primero. Se dice que molesto por que Paz le abrió, solidario, las puertas de Taller a la redacción entera de Hora de España en 1939, Solana sentenció que la revista moriría de “influenza española”; ignoraba yo en cambio la exigencia de Octavio, quien les pidió a sus colegas que recibiesen en su casa, durante los primeros días al menos, a algunos de los poetas con sus familias. A Solana le tocó Juan Gil Albert, no sólo soltero sino señorito, de tal forma que el español rentó la casa más lujosa del barrio y el agasajado fue el veracruzano, cuya amistad con aquel desterrado se prolongó durante décadas. Menos afortunados, otros y no Solana, tuvieran que sudar la gota gorda de la solidaridad.

Por fortuna, el FCE no dejó pasar la oportunidad del centenario y publicó un par de libros de Solana, ambos seleccionados y prologados por Claudio R. Delgado, Mil nombres propios en las planas de El Universal pues en este diario, retrató (sin contar sus precoces publicaciones en El Universal gráfico) semanalmente a todos los protagonistas de la cultura mexicana durante treinta y tantos años, amén de hacer crítica teatral (presidió la asociación de críticos de ese género), taurina (gusto heredado de su padre) y crónicas de viaje: verdadero cosmopolita, dejaba ver sus huellas de Viena lo mismo que las de Celaya, pasando por Quito.

Políglota, fue poeta, dramaturgo y ensayista. En el primero de los casos, sus sonetos le adeudan más de lo debido a Jaime Torres Bodet, el más conservador de los Contemporáneos, con quien Solana trabajó. Sus mejores poemas, en cambio, lo acercan a Rodolfo Usigli, con burlonas y chispeantes recreaciones en verso del mundo de Macbeth, como puede verse en la segunda de las recopilaciones del FCE aparecidas este año y también a cargo de Delgado: Tres puntos cardinales. Poesía, novela y teatro. Allí vienen también sus fragmentos narrativos y algo de su teatro, del que destaca un inédito Décimo Fausto, debilidad que Solana se tomó en serio y no alcanzó a ver puesta en escena.

Si entre los “mil nombres propios” de Solana no falta ninguno de nuestros escritores, pintores y actores de ambos sexos, sorprende que el crítico de El Universal no le hiciera el feo a la nueva literatura: al menos a los Pitol, José Agustín, Juan García Ponce y Gustavo Sainz, les dio la bienvenida. En compensación al sacrificio ofrendado al periodismo cultural, extraño la reedición del mejor de sus libros: Musas latinas. Leyendo a Loti. Leyendo a Queiroz. Oyendo a Verdi (FCE, 1969), donde se reproducen tres de los ensayos escritos por Solana para compartir con sus amigos, en ediciones privadas, admiraciones tan sólidas aunque ya entonces fuesen obsolescentes.

De Pierre Loti, uno de los novelistas más famosos del mundo hace un siglo, ya ni en Francia se acuerdan aunque hace un lustro se montó una bonita muestra sobre él en el Museo de la Vida Romántica, en Montmatre y el hoy festejado Eça de Queiroz pasó medio siglo viendo podrir sus ediciones en las librerías de viejo hasta que el siempre llorado Jaume Vallcorba lo volvió lectura de lujo en las barcelonesas ediciones del Acantilado. Pues bien, cuando Solana, hombre de mundo, se concentraba, dejaba salir el ángel de un ensayista ameno, generoso y de fina puntería, como se nota, sobre todo, en el tercer ensayo, el dedicado a Verdi, entre sus tres elegidos, el inmortal de tiempo completo. Ese melómano que fue Solana, para empezar, se sumergió en las fuentes para informarnos, a los legos, que México (en los tiempos del general Santa Anna) fue de los primeros países en donde se rindió culto a Giuseppe Verdi, entonces un segundón frente a los Rossini, los Donizetti y los Meyerbeer, habida cuenta de que el contraste final, entre Wagner y Verdi, es una construcción de la posteridad, pues el italiano ya se había retirado de la escena cuando se impuso la wagneromanía, de la cual, por cierto, disfrutó el nativo de Le Roncole.

Solana asocia la fascinación por Verdi de aquellos mexicanos, que sorprendió al enterado Eça de Queiroz, con nuestra debilidad patriótica. Nuestros dilemas entre el imperio y la República eran los mismos que los de la naciente Italia, razona Solana y los austríacos (por el emperador Maximiliano) eran tan enemigos de ellos como de nosotros. No se deja cegar Solana por la admiración y repasa, una por una, las óperas de Verdi, señalando no sólo sus momentos sublimes sino sus debilidades comerciales, habida cuenta de que el crítico mexicano no podía escuchar, casi instantáneamente, como nosotros en el XXI, cualquiera de sus creaciones. Sorprendentemente, dice Solana de Verdi, que el amor es una falsa presencia en una obra histórica y política extrañamente pergeñada por un apolítico que sólo por fastidio fue diputado y senador. Verdi, concluye Rafael Solana, ha de ser comparado, en el dominio de la ópera, con Victor Hugo en el de la poesía, pero ninguno de ellos fue par de Shakespeare, que no lo tiene.

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