Recuerdo de manera recurrente el rugir de la vieja radio roída por el rumor del tiempo mientras reverberaba las armonías de las gargantas de José Alfredo Jiménez, Pedro Vargas, Lola Beltrán o Cri-Cri. El ratón vaquero retumbaba en el extrarradio de quien escribe este artículo.

Era muy niño y en aquel piso de un feliz matrimonio con sus cinco hijos, un perro, una tortuga, una pecera de multicolores pescaditos, varios hámsters —mi querido Vedrines—, escuchábamos todos los sábados las melodías que nacían de las voces prodigiosas en la España de los sesentas en plena dictadura franquista, donde el proteccionismo se convertía en dogma y nos encerrábamos en nuestra propia concha. Pero mi padre, Joaquín Peláez, periodista, humanista, pensador, abogado, actor y escritor y sobretodo extraordinario ser humano, hizo que nos enamoramos de México.

Él viajaba con frecuencia por América Latina en aquellos tiempos de esa España rota por la falta de libertad y la sinrazón de no poder expresarse.

Cuanto más iba a México más se enamoraba de aquel país. Tanto que su amor sin prestaciones —ese que es el auténtico— nos lo enseñó en un anecdotario inacabable, en las largas tardes invernales de aquel Madrid en que se hacía pronto de noche y jamás quería amanecer como el oscurantismo oligopólico del Dictador. Nos relató de las enseñanzas y virtudes, contándonos cuentos reales e imaginarios. La imaginación de cinco niños de los años sesenta se escapaba volando entre poblados mayas y nos colábamos por el Juego de Pelota, oliendo el maíz de las tortillas, avistando el azul del Caribe hasta convertirse en ese blanco transparente que no existe en ninguna parte del mundo más que allí.

Veíamos el DF, y Tlaxcala y sus toros e Hidalgo y sus atlantes y Guadalajara y su maridaje con los mariachis; y también los pipones de tequila en su bella ciudad reposando para hacer reposar el paladar y las gargantas. Volábamos por el Bajío colonial y también por el Norte donde el desierto es más desierto porque es auténtico y la carne de la barbacoa huele a ternero y piedra, a sol y calor.

Imaginábamos la inmensidad de aquel México, de nuestro México porque aunque aquellos niños Peláez eran españoles, había un empuje irrefrenable hacia un país que no conocían. Parecía el país de Nunca Jamás. Era México.

Mi amor por México no ha hecho sino acrecentarse a diario. Hace 19 años decidí compartir el camino hacia la experiencia de la senectud con Mónica, esa chulada tapatía que marca el rumbo del barco. Y aunque yo no lleve sangre mexicana, sí mis hijos. Me enorgullece aún más porque ahora tienen la responsabilidad de perpetuar el amor que nació por ese gran país en un pequeño piso en el Madrid de los sesentas. Además, la familia mexicana es extensa. Mis dos hermanos que viven allí, Lalito y Regina mis ahijados, mis cuñados, mi suegro; una gran familia que se extiende como un inmenso tentáculo por toda la República.

Y sobre todo mis amigos, que me han enseñado el México de la calle, del sacrificio, del trabajo, como es el mexicano, un incansable trabajador, un prestidigitador de peticiones irrealizables por su creatividad por que en México todo se puede.

Mientras escribo este artículo recuerdo especialmente a mi cuñado Héctor Arredondo, gran actor y excelente padre. Recuerdo a Jorge Pliego, camarógrafo del lente y del alma. Ambos se me fueron hace poco pero dejaron sus semillas mexicanas en mi alma. Por eso, cuando escucho en España —y también en México— de los incontables problemas que tenemos, levanto el espíritu y miro a los ojos de los mexicanos; porque México es mucho más grandioso que todos sus problemas a la vez. Somos muchos, ciento veinte millones de mexicanos los que podemos hacer de México un país aún mejor de lo que ya es.

Porque México se mueve por dentro y hace que no nos olvidemos del orgullo que representa ser embajador desde el corazón a la mente, desde la prosa al verso, desde la singularidad al infinito que va más allá del propio Infinito.

alberto.pelaezmontejos@gmail.com

Twitter @pelaez_alberto

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