Los archivos suelen levantar más bostezos que pasiones. Pero ¡sorpresa! La discusión en el Senado de la Ley General de Archivos ha movilizado a las organizaciones de la sociedad civil, la academia y la historia que enfrentan y sobresaltan a políticos y funcionarios. ¿Cómo llegamos hasta este punto? ¿Cuáles los intereses y valores que subyacen en este inusitado debate?

Desde hace varias décadas, historiadores y académicos habían advertido del lamentable estado que guardaban —cuando existían— los archivos de la Nación. Predicaron en el desierto. El asunto resurgió cuando se aprobaron a principios de este siglo las primeras leyes de transparencia y acceso a la información. La razón es evidente: no puede haber acceso a la información sin archivos que organicen y clasifiquen los documentos administrativos.

Como suele suceder en este país, el asunto acabó en la Constitución. Diversas reformas al artículo sexto establecieron que los funcionarios estaban obligados a documentar el ejercicio de sus funciones, y que los gobiernos debían tener archivos administrativos actualizados. Para completar la faena, el Congreso recibió una nueva facultad: expedir una novísima ley general de archivos que estableciera la organización y administración homogénea de los archivos de todo el país. También se creó (otro) sistema nacional, esta vez de archivos, que su suma al de transparencia, el de anticorrupción, el de seguridad pública y un largo etcétera…

El asunto parecería banal si no fuera porque, como lo dicta la costumbre nacional, queremos resolver los problemas a golpe de leyes. Peor aún, de leyes que bajo la etiqueta de “generales” buscan uniformar realidades diversas con una sola receta. Por ejemplo y con una ingenuidad que asusta, el proyecto en discusión obliga a las autoridades de todo el país, incluso a los particulares que reciben recursos públicos, a contar con un sistema institucional de archivos y un área coordinadora cuyo responsable debe tener el nivel de “director general” o equivalente, como si esto fuera posible.

El proyecto de ley responde a criterios técnicos razonables y aún deseables. El problema es que desconoce la realidad a la cual se pretende aplicar y con ello se aleja de su intención de regular conductas y crear instituciones. Heroicos esfuerzos de investigación recientes muestran de manera contundente que, incluso a nivel federal, carecemos de las capacidades institucionales y los recursos humanos necesarios para contar con archivos medianamente decentes. La situación es mucho peor a nivel de los Estados y municipios. El lector interesado puede documentar su optimismo en la página archivosmx.cide.edu.

El diseño institucional se ha vuelto el escenario de una lucha simbólica entre quienes, por razones más que justificadas, buscan rescatar a los archivos del poder político y establecer un órgano técnico y autónomo, y quienes se han empecinado, sin argumentos públicos, en mantener bajo el control y mando de la Secretaría de Gobernación el nuevo sistema nacional de archivos y el Archivo General de la Nación.

Los temas de discordia son muchos y significativos. La negociación se entrampó y el estado de cosas perdurará. Seguiremos sin archivos y perderemos información, memoria e historia. Pero también es cierto que nos equivocamos gravemente cuando creamos leyes maximalistas que hacen abstracción de las condiciones reales en las que se aplicarán. Las leyes para resolver problemas complejos y seculares deben establecer los principios generales y los marcos institucionales que permitan generar políticas públicas graduales y con objetivos claros y alcanzables, con responsables precisos e instrumentos de evaluación que permitan mejorar, perseverar y adaptarse a la diversidad de condiciones y realidades. Sólo así podremos realmente avanzar.

Profesor investigador del CIDE

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