En días pasados se publicó un “Aviso importante”, pagado por la Secretaría de Cultura y la Cámara de Diputados, en el que “se informa del inicio del programa anual de proyectos culturales” y se anuncia a “los beneficiarios” que deben registrar sus proyectos.

Lo primero que llama la atención, es que no se entiende a quién va dirigido el anuncio. Pues si se dirige a los beneficiarios, eso quiere decir que son quienes ya están recibiendo apoyo, pero si uno entra en la página, lo que se pide es que si alguien quiere solicitar ese apoyo, debe registrar su proyecto, lo cual significa que dicho anuncio sería apenas una convocatoria dirigida a posibles solicitantes.

Esto estaría muy bien si fuera algún programa específico en el que colaboran los legisladores con las autoridades de cultura para incorporar a más personas a los apoyos, pero resulta que no es así y que son los diputados quienes reparten todos los dineros para la cultura. Incluidos los que hacen funcionar a la Secretaría.

Y esto sí me sorprendió.

Según me enseñaron en la escuela, a los diputados les corresponde legislar, no repartir dinero. Y a las instituciones encargadas de cada asunto les corresponde establecer las políticas públicas en su materia y asignar los recursos para que se cumplan. Así de claro, así de sencillo.

Pero ni lo que aprendí ni mi lógica tienen que ver con quienes decidieron darle esa atribución a los diputados, que por supuesto, fueron ellos mismos, porque en este país tanto diputados como jueces son juez y parte, incluso legislan y juzgan para sí mismos, algo absolutamente insólito.

En mi lapso de vida vi el esfuerzo enorme que se hizo para quitarle el superpoder al Presidente de la República y darle buena parte del mismo a los otros poderes.

Teóricamente, que eso haya sucedido parecería muy bueno y muy a tono con la democracia. Pero no en nuestra realidad, porque la nuestra es una cultura que tiene como premisas el abuso del poder y la corrupción.

Por eso dicho triunfo acabó convertido en un fracaso, pues ahora ese poder inmenso lo tienen un grupo de personas llamados diputados o jueces, que no solo hacen las leyes y deciden absolutamente todo lo que sí y lo que no, sino que hasta reparten los dineros.

Entonces resulta que ellos son los que deciden lo que se le da a cualquier secretaría: comunicaciones, salud, defensa, la que sea, y encima deciden cómo, cuánto y para qué. Y las secretarías parecen ser simples intermediarios y no quienes toman las decisiones en sus respectivos campos.

Esto me parece gravísimo. Primero, porque impide funcionar bien a esas instituciones y segundo, porque, ¿cómo podemos suponer que si el poder se transfirió a un grupo de personas, sin cambiar nada del resto del sistema, ya no van a abusar de él ni a entrarle a la corrupción?

Me dirán que no necesariamente es así. Pero eso depende cómo se definen abuso y corrupción.

En mi definición esto incluye que, además de como dice el dicho “El que parte y reparte se queda con la mejor parte”, se usen estas facultades para repartir prebendas.

No dudo que como dice un lector, tiene que haber alguien honesto. Sin duda. Pero una golondrina no hace un verano y cada vez que le rascamos a lo que sucede, nos topamos no solamente con otra fosa colectiva, sino con otro acto de corrupción.

En las semanas anteriores hablé aquí de que según los estudiosos, lo que hace decaer a las naciones es el liderazgo, ese que no es capaz de respetar las leyes y las instituciones, de gobernar con cordura y tomar buenas decisiones. Ortega y Gasset decía que las épocas de decadencia son aquellas en que la minoría directora de un pueblo ha perdido sus cualidades de excelencia, y agrega que contra esa aristocracia ineficaz y corrompida es justo que se rebele la masa.

Valga este artículo como la rebelión de una ciudadana que es parte de esa masa.

Escritora e investigadora en la UNAM.

sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.c om

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