El sentimiento más extendido entre los mexicanos es el de indignación, empatado por la desesperanza. La conciencia punzante de la inseguridad que nos vuelve a todos potencialmente vulnerables, ha sido rebasada por la agresión generalizada de decisiones directamente atribuibles al gobierno que afectan simultáneamente a millones de mexicanos y para los cuales no hay otra explicación posible que la imprevisión, la insensibilidad y la incompetencia.

Los gasolinazos concentran una cadena de políticas equivocadas que al final se traduce en una guerra económica contra la población. Todos los días surge de la esfera del poder un argumento diferente y casi siempre pueril para explicar lo ocurrido: desde nuestro feliz ingreso al mercado internacional de energía, pasando por el servicio que hacemos a nuestros hijos al pagar precios más altos, hasta el desecamiento de la “gallina de los huevos de oro”. Se trata sobre todo de un atentado a la historicidad y de un intento inútil por ocultar los resultados nefastos de la reforma del 2013 y del modo de inserción en la globalidad que la determinó. Lo que resulta más afrentoso, es que está sucediendo en los hechos lo que la oposición anunció y exactamente lo contrario de lo que el gobierno pregonó.

La evidencia es abrumadora: los incrementos al precio del carburante, determinados por la Secretaría de Hacienda, corresponden a una estrategia que haga atractivo el negocio de las gasolineras para los inversionistas extranjeros, aunque la competencia no esté siquiera garantizada y las condiciones económicas de la población sean tan precarias. Supone un enorme desprecio hacia los consumidores, obligados a resistir cualquier embate como si se tratase de un castigo divino.

Las consecuencias que estas medidas implican reflejan el menosprecio de la opinión pública, justamente en la cercanía de importantes procesos electorales; como si la compra de votos fuese un remedio infalible o como si se pretendiera controlar a la ciudadanía por otros medios. Inquieta por ello a muchos analistas la impunidad de facto concedida a los ex gobernadores que han saqueado las arcas públicas en beneficio propio y de la opulencia económica de la clase gobernante. Preocupa también la iniciativa legal que favorecería las acciones de las fuerzas armadas en la vida civil y que para algunos podría conducirnos a un Estado de excepción.

Consideremos que el alza de las gasolinas responde a un nuevo esquema de fijación del precios que se compone de una carga fiscal de “6.62 pesos por litro” y el resto es determinado por el costo del combustible —proveniente de Pemex o importado— más la utilidad de los expendedores. En su conjunto este trato diferenciado que afectará menos a las zonas más ricas y tendrá efectos catastróficos sobre las más pobres: esto es el sesenta por ciento de la población.

En ausencia de una política salarial o de un plan de incremento del empleo formal y de la protección al ingreso, esta tendencia podría arrastrar respuestas airadas de la población, susceptibles de ser criminalizadas o de atribuirse a la prédica de los “populistas”. El poder público sólo dispone de la mentira, cuyos efectos comienzan a ser contraproducentes. Recordamos el libro imprescindible de Sara Sefchovich: País de mentiras. Escribe “el poder es un sistema autónomo, sostenido en su propio ejercicio. La democracia no es entre nosotros una cultura, es una simulación... una desmemoria colectiva que permite vuelvan a suceder cosas que ya sucedieron”. En este caso olvidamos que la insensibilidad de la oligarquía ante la irritación social puede conducir a rupturas irreversibles. La clase gobernante sigue actuando además como si las amenazas de Trump fueran bravatas sin consecuencias, cuando éste ya ha probado su capacidad de desalentar la inversión extranjera en México, cuando está planeando cuidadosamente la construcción del muro y la transferencia de sus costos a la economía mexicana y cuando cualquier día podría interrumpir la venta de gasolinas y de gas natural a nuestro país por una orden ejecutiva.

México debe reaccionar en profundidad. Necesitamos un inmenso sacudimiento que no complique la violencia actual con violencia agregada o convierta el desastre económico en desbordamiento social. Requerimos una solución que permita reconstruir al Estado desde sus cimientos sociales. El Constituyente de la Ciudad de México representa una oportunidad inescapable para enviar, por consenso de las fuerzas políticas, un mensaje alentador al país.

Comisionado para la reforma política de la CDMX

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