Ocurrió lo inevitable: la desaparición física de Fidel Castro. Reproduzco en lo esencial el artículo que publiqué cuando su noventa aniversario.

Las cualidades más salientes de un hombre de Estado son la voluntad indeclinable y la visión del mundo: ser estratega y táctico de las convicciones que se profesan. Cualquiera que sea la perspectiva desde la que se le mire el legado de Fidel es sin duda un referente imprescindible de la política mundial en el siglo XX y uno de los personajes más influyentes y seductores en la historia de América Latina.

La hazaña legendaria que encarnó, devolvió Cuba a los cubanos, imprimió a la gran mayoría de su pueblo el orgullo de ser protagonistas de una inmensa gesta anticolonial y de haber sobrevivido a un enfrentamiento global en el pináculo de la Guerra Fría. La “era del deshielo”, marcada por el restablecimiento de relaciones con los Estados Unidos, ocurre no porque el dirigente se haya marchado, sino porque todavía se encuentra ahí. También el surgimiento de las nuevas voces del nacionalismo cubano, que en 2018 culminarán en un cambio de generación y de estirpe en la conducción del país. Un jubileo colmado de homenajes y casi ausente de rencores da testimonio del reconocimiento a un pensamiento vivo, ajeno a todo anacronismo.

Con independencia de las relaciones complejas y aun ondulantes de los gobiernos de México con la revolución cubana, Fidel siempre ha tenido en mente a nuestro país como componente geopolítico indispensable y ha cumplido los acuerdos implícitos y explícitos derivados de nuestra amistad y obligados por la vecindad. En nuestras tierras se preparó la aventura revolucionaria y se afincó la conciencia de que Cuba es la frontera insular y marítima entre México y los Estados Unidos.

Hablar en serio con Fidel resulta un privilegio y una enseñanza para todo mexicano, no siempre aprovechada. Lo conocí en 1955 cuando era yo dirigente estudiantil. Lo recuerdo alto y pausado, conversando con sus compatriotas como en un confesionario. Platicamos de América Latina y lo invité a un acto universitario en honor de José Martí, en el que los dos participamos. Volví a verlo hasta 1977 cuando presentó, en nombre de los países no alineados, un plan de transferencia masiva de recursos monetarios que aliviara la inmensa deuda del Tercer Mundo.

Apoyamos la candidatura de Cuba al Consejo de Seguridad, que a pesar de incontables votaciones no alcanzó la mayoría calificada. Casi al final del año su gobierno me comunicó que respaldaría a México para ocupar esa posición. Esas circunstancias determinaron una estrecha relación entre las delegaciones de los dos países y que en ocasiones haya debido trasladarme a La Habana, donde siempre me recibió el Presidente. Tuvimos una conversación en extremo prolongada cuando Cuba fue excluida de la Conferencia de Cancún en octubre de 1981. Le propuse reparar el agravio reforzando la relación bilateral y tuve ocasión de escuchar sus pronósticos sobre el giro a la derecha de la política mundial que determinaría la cancelación del diálogo norte-sur, la implantación neoliberalismo y la implosión de la Unión Soviética.

Los tiempos cambiaron y las relaciones también. Sostuve delicadas conversaciones con él después del fraude electoral de 1988, en el marco de la toma de posesión del presidente Rodrigo Borja. Expliqué los hechos a varios jefes de Estado con el propósito de frenar el reconocimiento internacional a ese atraco. A pesar de su gratitud con el cardenismo, le preocupaba su relación con el gobierno de México. Le manifesté que apostábamos a la vía pacifica y la movilización popular, vías que no le parecían suficientes para la toma del poder.

La diplomacia mexicana hizo su tarea y los líderes mundiales —salvo Mario Soares— avalaron la sucesión presidencial. Entre otros mandatarios, Fidel asistió a la toma de posesión y se sorprendió cuando los parlamentarios de la izquierda abandonamos tumultuosamente el recinto. El contacto político quedó suspendido durante años, hasta que el pleno del PRD decidió aceptar la invitación para visitar La Habana. Nos recibió efusivamente y estableció un largo diálogo sobre la sobrevivencia de la Revolución cubana y las operaciones políticas a las que había estado obligado para consolidarla. Con motivo de la Cumbre entre América Latina y Europa celebrada en 2004, de la que fui comisario, tuvimos de nuevo animadas pláticas. Quedó pendiente una entrevista retrospectiva que la fatalidad impidió.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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