Los “Acuerdos de paz y cese al fuego” suscritos por el presidente de Colombia y el líder de las FARC, gracias a la mediación del gobierno cubano, constituyen un acontecimiento de excepcional importancia en la ruta de la reducción de la violencia en nuestra región y en el mundo. Se enlazan históricamente con pactos semejantes que dieron fin a los conflictos armados de Guatemala, Nicaragua y El Salvador en los años de 1985, 1988 y 1992 respectivamente. La guerra civil colombiana se originó en aquel horizonte temporal, hace 52 años, y en ese sentido representa la culminación de un ciclo pacificador. Prueba además que la voluntad política, por encima de formalismos legales y la decisión de atender el carácter estructural de los problemas, es capaz de restaurar la concordia.

Declarar la paz en todos los conflictos larvados o estallados, antiguos o recientes, debiera ser la ocupación primordial de los gobiernos y de la comunidad internacional, a efecto de contener las patologías interconectadas de la violencia que se expresan en el terrorismo, la xenofobia, la criminalidad y el odio que conduce a la crueldad asesina. La fenomenología que padecemos no es exclusiva de ningún continente: igual ocurre en las capitales europeas, en Medio Oriente, en los conflictos de África que en los bares y en las escuelas de Estados Unidos. Todos esos actos conducen a la desvalorización de la vida humana, que a su vez ha sido degradada por la opresión y la exclusión social.

El ambiente de crispación y de revancha que está poniendo en vilo a las instituciones de nuestro país, obedece a deformaciones profundas de carácter político y económico reconocidas en todo el mundo, pero aparentemente ignoradas por nuestras autoridades, que como diría The Economist “no entienden que no entienden”. El reciente informe de Open Society Justice Initiative sobre los derechos humanos en México, llamado Atrocidades innegables, sostiene que “existen fundamentos razonables para considerar que, durante el último decenio, actores estatales como no estatales han cometido crímenes de lesa humanidad” y exhibe datos indiscutibles sobre la práctica de tortura, la militarización de las funciones de policía y la reproducción de una amplia red de impunidad debida a “una falla de liderazgo político”.

La multiplicación de los focos de descontento social está rebasando peligrosamente a la obstinación política y a la capacidad de contención física del gobierno. Los sucesos de Nochixtlán señalan un cambio cualitativo en los mecanismos de represión, ya que la violencia de los agentes de la autoridad fue dirigida no sólo contra integrantes y simpatizantes del magisterio en lucha, sino a la población en general. Agresión que dejó un saldo de 97 personas heridas y 8 civiles muertos. Como se ha afirmado, este suceso regresó “el reloj de nuestra historia a 1968 y los oscuros años de la guerra sucia”.

Representa también un salto atrás respecto a los acuerdos alcanzados por los voceros de la izquierda con el gobierno en febrero de 1995 para alcanzar una solución civilizada al conflicto en Chiapas y que comprendían la creación de un espacio permanente de diálogo, la expedición de una ley de reconciliación, la creación de una comisión paritaria del Congreso de la Unión, el establecimiento de la Comisión Nacional de Intermediación, la renuncia del gobernador, la expedición de una nueva Constitución chiapaneca y un programa masivo de obras de infraestructura, acciones educativas y proyectos de inversión productiva.

Cuando los conflictos alcanzan inusuales proporciones exigen medidas de gran calado, como el caso chiapaneco, en el que se instauró por disposición legislativa un “estado de beligerancia”; esto es, la suspensión de la aplicación de leyes ordinarias mientras que se restablece la paz. Supone igualmente un camino de rectificaciones y una toma de determinaciones que implican el reconocimiento de que la violencia es resultado de un conjunto de decisiones que han fracturado el tejido social. Sostener que el diálogo iniciado con representantes de la CNTE tiene sólo un carácter “político” pero no concierne a la reforma educativa, sólo conduce al fracaso, ya que resulta incuestionable que la esencia del conflicto es precisamente el rechazo a la política gubernamental en ese campo. Eludir el fondo de los problemas es la mejor manera de no resolverlos.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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