Los cambios de orientación política que están ocurriendo en diversos países del mundo facilitaron a los medios informativos nacionales la difusión de los últimos comicios como un fenómeno altamente competitivo y por ende democrático. Poco se insiste en la paradoja de que, según las encuestas, cerca de 80% de los ciudadanos mexicanos están insatisfechos con la democracia y sin embargo sufragaron en un porcentaje satisfactorio; por lo que habría que concluir que su voto fue mayoritariamente de rechazo a los gobiernos locales y al federal, todavía a través de las urnas.

Tampoco se ha reflexionado en torno a la calidad de las elecciones y sobre los efectos reales de las alternancias en el rumbo económico y político o en la reducción de los más graves problemas que nos aquejan, como la corrupción, la inseguridad, la desigualdad y la parálisis del crecimiento. Resulta insólito que en las últimas cuatro décadas la legislación electoral se haya modificado en nueve ocasiones sin haber erradicado los vicios fundamentales del antiguo sistema, ni producido repercusiones positivas en el mejoramiento de las condiciones de vida de la población.

La ausencia de reformas institucionales y la profundización de un modelo económico fallido han vaciado de sentido la voluntad de cambio que se expresa en las contiendas y convertido a los comicios en desahogos del hartazgo social, dispendios para la formación de nuevos clientelismos y la renovación de los personeros de un sistema caduco.

Las modificaciones adoptadas en 2014 fueron un “recalentado de anteriores reformas electorales”. Significaron nuevas concesiones a los partidos a cambio de aceptar las que verdaderamente importaban al gobierno federal, con el resultado inesperado para éste del retroceso nacional del partido en el poder.

Han quedado de manifiesto la evaporación de las virtudes y el acrecentamiento de los vicios del sistema electoral que adoptamos para impulsar la transición. A partir de 2006, en cada proceso se ha repetido la misma descalificación: “las campañas más sucias de la historia”. El reciente ejercicio fue el más oneroso que hayamos tenido en elecciones locales: 8 mil 520 millones de pesos que representa el doble de lo que costaron las de 2010. El alto nivel de opacidad en la conducta de candidatos y partidos parece no tener precedente. El Consejero del INE, Ciro Murayama declaró que “hicieron campaña pero no rindieron cuentas, mucho menos en tiempo real. Los actores políticos siguen operando como si la reforma de 2014 no existiera en términos de sus obligaciones financieras”.

La participación promedio de 53.2% en las elecciones para gobernadores, alcaldes y Congreso local fue más elevada en comparación a comicios semejantes. La más alta fue en Chihuahua (61%), en la que resultó triunfador el único candidato verdaderamente independiente, Javier Corral. Habida cuenta de las deformaciones manifiestas a lo largo de los procesos, habría que preguntarse si en todos los casos esos votos fueron válidos. En un régimen electoral más estricto se hubiesen generado nulidades y un descenso en el monto de los sufragios emitidos.

La elección del Constituyente de la Ciudad de México no estuvo ausente de esos vicios. Hubo insuficiencia evidente de información a los ciudadanos sobre una circunstancia tan novedosa y confusión sobre el sentido mismo del proceso. No obstante, la participación fue más alta de la que se reporta, ya que el padrón electoral de la Ciudad es de 7 millones 481 mil ciudadanos dentro de una población total de 8 millones 919 mil personas. Así, los votantes potenciales representan un 83.8% de la población, cuando a nivel nacional sólo es del 69.2%. Esta anomalía habla de credenciales de elector obtenidas por habitantes de la zona metropolitana para efectos distintos a los electorales. Si ésta se descontase, la participación habría sido del 41%.

La proliferación de aspirantes presidenciales hace pensar que 2018 es mañana. Falta aún camino por recorrer. En 2017 cambiarán gobernadores en tres estados, sin contar con el resto de autoridades locales. Más nos valiera adelantar las reformas que se han revelado indispensables para sanear las elecciones e incrementar la participación social en los procesos. Efectuar los cambios a que obliga la fragmentación política y la recurrencia del abuso a fin de evitar un derrumbe en la renovación de los poderes públicos.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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