El proceso para la elección de candidatos a la Asamblea Constituyente de la CDMX está en marcha. Sin duda se trata de un fenómeno complejo y yuxtapuesto que no acaba de ser comprendido con claridad por la opinión pública. Es sin embargo, la oportunidad para los partidos y candidatos independientes de poner al debate sus propuestas sobre el contenido de ese texto fundamental. Como ciudadanos esperaríamos de cada uno posiciones claras sobre la Ciudad que deseamos y los valores y derechos que estamos dispuestos a defender dentro de un nuevo pacto social.

Los temas son numerosos, pero hay algunos que merecen consideración especial porque definen los rasgos de nuestra identidad en la diversidad y determinan las bases de una comunidad justa e incluyente. Así el reconocimiento de la personalidad y los derechos correspondientes a las comunidades indígenas y a los pueblos y barrios originarios. En tiempos turbulentos que recrudecen la xenofobia, la desigualdad y el olvido, la cuestión indígena se ha vuelto de interés mundial y se contempla a esos pueblos como sujetos de derecho internacional y no sólo como asuntos internos o domésticos. Máxime que los principales problemas que esas comunidades afrontan se deben precisamente a sus relaciones con los Estados nacionales.

Los avances respecto de la autonomía y derechos sociales y culturales de los pueblos indígenas han ocultado desde hace tiempo el tema central de la territorialidad de esas comunidades. En nuestra región han perdido, más que en ninguna otra, la propiedad de sus asentamientos y padecido la depredación de los recursos naturales que conforman su hábitat; el acoso, la marginación y el despojo han sido el signo histórico predominante. Sobre todo en México, los más ricos en recursos naturales son los más pobres del país.

La globalización neoliberal, su idolatría por los mercados y la entrega del país a intereses extranjeros han sido destructivas para esos pueblos, a quienes han arrebatado sus territorios, arraigos y símbolos culturales. Ese fue el sentido profundo del levantamiento armado en Chiapas del 1 de enero de 1994, precisamente el día que entraba en vigor el TLCAN. No obstante, los acuerdos de San Andrés Larráinzar y la reforma constitucional de 2001 no han detenido el saqueo de los recursos naturales de los pueblos originarios. En menos de 30 años se han concesionado 97.5 millones de hectáreas a las empresas mineras. La reciente reforma energética ha dado comienzo a nuevos despojos, en una embestida violatoria a convenios internacionales que hoy tienen jerarquía constitucional y en los que se ordena a los Estados a “obtener el consentimiento previo e informado de los pueblos indígenas sobre el uso de los recursos naturales en sus territorios”.

En este contexto adquiere relevancia el proceso constituyente de la capital, que no podría dejar pasar la ocasión de revertir esa tendencia neocolonial en la redefinición jurídica para el siglo XXI de los nuevos equilibrios entre las comunidades y el Estado, justo en la sede de México-Tenochtitlán cuya conquista detonó la depredación hace cinco centurias. Habría que consagrar, en un máximo ordenamiento legal, a los pueblos originarios como sujetos de derecho público que les corresponde conforme a tratados suscritos por México, pero que la reforma de la Constitución trastocó en la expresión insulsa de “entidades de interés público”. Como afirma Rodolfo Stavenhagen, a los indígenas se les da trato de “parque nacional”.

Es esta una demanda unánime de todos los grupos y liderazgos indígenas que se han entrevistado con el grupo redactor del proyecto de Constitución designado por el jefe de Gobierno. Si en verdad queremos un texto de avanzada con repercusiones positivas en todo el país, que reconozca los derechos internacionalmente establecidos, deberemos implantar procedimientos de consulta a los pueblos interesados antes de autorizar cualquier explotación de los recursos existentes en sus tierras. También a involucrarse activamente en la vida de la capital, a través de figuras de democracia directa y participativa.

Una genuina Constitución debe propiciar una distinta distribución del poder, junto con nuevas relaciones sociales y modificaciones al régimen de propiedad. Eso es lo que pretendemos.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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