Una vez que ha entrado en vigor la nueva Ley General de Transparencia, han comenzado a aflorar las múltiples resistencias que aún se oponen al cumplimiento de esa muy celebrada legislación. Sabemos que hay un hoyo negro entre la promulgación de las leyes y su implementación eficaz. Pero en este caso en particular, la propia naturaleza del tema habrá de ir mostrando qué cosas hay dentro de ese hoyo que sigue demorando el compromiso de las instituciones con el acceso pleno a la información pública.

Al ponerse en marcha esa norma de aplicación general para todo el país, el Inai abrió, el 6 de mayo pasado, la Plataforma Nacional de Transparencia que sustituyó a los instrumentos electrónicos anteriores para solicitar información pública, proteger datos personales o gestionar medios de impugnación (entre otras valiosas posibilidades de uso). Pero los sujetos obligados todavía cuentan con seis meses más —hasta el próximo 6 de noviembre— para poner a disposición del público, en sus propios portales, todos los documentos y los datos que exige la ley. Y mientras corre ese plazo, las instituciones ya están enfrentado uno de los mayores desafíos de gestión pública que haya conocido el país.

En la madrugada del 6 de mayo, un grupo de ciudadanos agrupados en Inhus (Iniciativas Humanas y Sociales), se dio a la tarea de revisar los sitios web de 216 entes públicos, para revisar cuántos habían cumplido con sus nuevas obligaciones, sin echar mano de la demora de seis meses autorizada por el Inai. De 73 órganos federales revisados, solamente 9 habían actualizado una parte de sus portales; 2 ejecutivos estatales habían avanzado, pero ninguno de los otros poderes de las entidades federativas; y ninguno de los 47 municipios con más de medio millón de habitantes. La Plataforma Nacional de Transparencia promovida por el Inai es una buena noticia, pero no podrá funcionar sola ni, mucho menos, sustituir el trabajo que deben hacer las instituciones públicas.

Tuvieron un año para actualizar sus bases de datos y no lo hicieron; y aunque, con generosidad, el Inai les obsequió otros seis meses, el escepticismo sobre el éxito de ese nuevo plazo tiene sobradas razones. El sector público le tiene miedo pánico a los procesos de transparencia, no sólo porque abrirse de capa al escrutinio de la sociedad podría revelar actos de corrupción hasta ahora más o menos ocultos, sino porque nuestra administración pública ha sobrevivido por años en un caos de gestión cotidiana. No es sólo que los políticos quieran esconderse del público —aunque también eso cuente—, sino que las burocracias no tienen los sistemas actualizados ni los papeles en orden. Con más frecuencia de lo que podría suponerse, no es que no quieran cumplir sus nuevas obligaciones, sino que nadie sabe bien a bien cómo afrontar el problema.

Por otro lado, pusimos los bueyes tras la carreta: mientras que la Ley General de Transparencia ya entró en vigor, la Ley General de Archivos sigue estancada entre los pasillos de la Secretaría de Gobernación y el Congreso. Otro desafío que hace temblar a las burocracias: organizar sus archivos de tal manera que la información fluya oportunamente y esté disponible, en formato electrónico, para quien desee conocerla. Muchas de las viejas prácticas de las oficinas públicas, de las rutinas establecidas y de las parcelas de poder burocrático del país están desafiadas por la exigencia de abrir las ventanas.

En la punta del iceberg están las pantallas donde iremos viendo la información pública que vaya fluyendo, pero debajo está el caos de nuestra gestión pública, la falta de archivos, la discrecionalidad de las decisiones, los cotos de autoridad burocrática y el terror que le produce a ese medio salir a la luz pública.

Investigador del CIDE

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