Andrés Manuel López Obrador dijo que habría que mandar al diablo a las instituciones pero es el gobierno del presidente Peña Nieto quien lo está haciendo realidad.
Como muestra hay que mirar lo que ocurre con las Fuerzas Armadas. Se trata, así lo han mostrado las encuestas a lo largo de los años, de una de las instituciones mejor evaluadas por los mexicanos. Hoy, sin embargo, enfrenta una seria crisis en medio de casos como el de Tlatlaya, y esta misma semana, por lo ocurrido en Michoacán —en donde militares habrían disparado contra civiles matando al menos a un niño—, y en Zacatecas, en donde la propia Sedena investiga indicios de la participación de militares en el asesinato de siete jornaleros.

El desgaste es evidente y no, como dijo esta misma semana el Presidente, porque “algunos se empeñen en manchar el esfuerzo y la labor de las fuerzas armadas”, sino por hechos concretos realizados por integrantes de la propia institución.

Pero no es el único caso. Ahí está lo ocurrido con la fuga de Joaquín Guzmán y el brutal daño que causó a la Secretaría de Gobernación, al sistema de administración de penales y a las áreas de inteligencia de este país, por no hablar ya de la imagen de México en el mundo.

Y antes todavía, habría que mirar lo que ha ocurrido con la Secretaría de la Función Pública, con un titular incapaz de resolver si hubo conflicto de interés en los contratos de Higa, con la mermada Secretaría de Comunicaciones y Transportes tocada por la licitación del tren a Querétaro y por los escándalos de OHL, y con la Secretaría de Hacienda, que está lejos de lograr el crecimiento económico prometido.

Podríamos pensar que cada uno de los casos tiene lógicas distintas pero el efecto es el mismo: un incremento en la desconfianza y en la distancia que hay entre los ciudadanos y su gobierno. Eso pasa cuando el gobierno no escucha y cuando en vez de aprender de sus errores apuesta a la negación, al maquillaje y al olvido.

El gobierno parece estar convencido de que nada importa. Ni las encuestas, ni los editoriales, ni las redes sociales, ni la opinión del extranjero, ni las posiciones de líderes religiosos, empresariales, o académicos. Este gobierno no tiene intención de dialogar ni cambiar nada porque está convencido de que ningún malestar será capaz de poner en riesgo su proyecto, que como bien dijo hace unas semanas Salvador Camarena en El Financiero, es un proyecto de negocios y de poder, y está claro que mientras eso no se vea afectado, todo lo demás le resulta irrelevante.

El problema es que en esa actitud se está llevando en el camino no sólo la popularidad del gobierno en turno, sino la confianza en actores clave y eso es mucho más grave. Porque en unos años estos políticos dejarán sus cargos pero ahí seguirán las instituciones y los costos pueden durar mucho más que lo que le resta a la actual administración.

¿Qué hacer ante este panorama? La vacuna natural sería la autocrítica del gobierno que sancione a las personas involucradas en cada escándalo y que corrija los fallos institucionales que permiten las malas conductas pero es evidente que eso no va a ocurrir.

Ante este realidad quizá sea tiempo de que la sociedad organizada empiece a pensar en cómo actuar para tratar de minimizar el costo en los años que quedan, y en qué pasos tendrá que dar para reconstruir el daño que ya ha ocurrido y el que todavía no terminamos de ver.

Politólogo y periodista.

@MarioCampos

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