Un estudio reciente de Catalina Pérez Correa denominado “Mujeres Invisibles” mide el impacto de las penas de prisión en las mujeres cercanas a quién está sujeto a proceso o cumple ya con una condena. Hay que pensar ahora en la situación por la que atraviesa la madre del joven que asaltaba habitualmente en Constituyentes junto con otros dos integrantes de una banda.

Las imágenes captadas por las videocámaras circularon por las redes sociales y fueron vistas por más de 5 millones de personas. Un policía judicial haciendo uso legítimo y proporcional de la fuerza, le disparó en flagrancia. Cuando el joven quiso reaccionar, sus piernas ya estaban inmóviles. Después nos enteramos que la bala se incrustó en la columna vertebral y que no volverá a caminar.

La banda había repetido la escena con distintas víctimas de manera exitosa en sus propósitos, pero esta vez el final fue trágico, al menos para uno de sus integrantes. El suceso rompió con la larga impunidad, no por trabajos de inteligencia, sino por la casualidad de que el policía viajaba en uno de los coches que venían detrás.

La estancia en prisión se anticipa como un verdadero infierno, situación que podría aminorarse si se logra quedar en casa argumentando el daño mayor ya sufrido.

Pero la pena que se le imponga no será un castigo sólo para él, sino que se sumará a las otras penas por las que desde ahora atraviesa su madre con las culpas que asume motu proprio más las que se le endosan socialmente. Ella no es protagonista de su propia vida sino que pareciera que tiene que responder por lo que hizo un hijo que se supone emancipado desde los 18 años.

En la entrevista informal que concedió al reportero David Fuentes de este diario, la madre dice que “su hijo robaba por necesidad y que nunca tuvo el valor para denunciarlo”. Por cierto, el Código señala que los ascendientes no están obligados a suministrar información que involucre a un descendiente.

La madre siente pena y temor por el escarnio público y también se ve afectada por la represalia vecinal. Justifica que “su hijo se relacionó con amigos que eran una mala influencia para él”. Y que ella no se vio nunca beneficiada de la venta de los objetos que él robaba. Quiere regresar el tiempo y lamenta no haber puesto más atención y cuidado. “Uno se da cuenta cuando los hijos andan en malos pasos pero no tenía fuerzas para decirle algo o regañarlo. Nomás rezaba para que no lastimara a nadie en lo que hacía”.

Por lo pronto, no sabe cómo va a pagar los gastos de hospitalización y la permanencia de su hijo en prisión. “No puede hacer nada sólo, asearse, defenderse, todo lo que uno hace cuando está completo. Esa es mi mayor mortificación. Si pudiera me quedaría con él ahí encerrada. No sé si se pueda que me lo dejen en la casa. ¡Ya qué daño puede hacer el pobre!”.

Las instancias de procuración y administración de justicia harán su trabajo y en meses o años, se dictará la sentencia, pero el veredicto público sumario ya fue emitido contra él y también contra ella. Hay, en esta historia, una mujer que no la debe pero sí teme. Ella se sumará a las largas filas de las muchas otras madres que llevan la comida, el agua, el medicamento y los productos de aseo al reclusorio y que colocan como el eje de sus vidas, al hijo preso. Se vuelve su cotidianidad, y junto a ellos espían la culpa aunque no hayan cometido delito alguno. La pena trasciende.

El estudio Mujeres Invisibles: los verdaderos costos de la prisión, puede consultarse en. Da cuenta del impacto económico, del desgaste emocional que sufren las mujeres y de la transformación radical de sus vidas.

En el suceso reciente hay una mujer visible pero del padre, no se habla. Su ausencia se ve simplemente natural.

Directora de Derechos Humanos de la SCJN

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