Hay quienes dicen que el sistema político mexicano es irreformable. Su inconformidad con la forma en que funciona la democracia se manifiesta cualitativa y cuantitativamente. Yo no formo parte de ese sector. Sigo con la esperanza (cada vez más menguada) de que, dado que todo sistema aprende de sus propios errores y absorbe información del entorno para adaptarse mejor, el sistema debe mutar y adaptarse mejor al contexto de exigencia que reflejan las encuestas. Pero reconozco que es cada vez más difícil no dar la razón a los más ásperos críticos.

El sistema demuestra que su capacidad de enmienda es muy limitada y sorprendentemente lenta. Sus inercias internas (que no hacen otra cosa que intentar reproducir lo ya existente) pueden más que el repudio externo que cosechan. La falta de eficiencia de sistemas obsoletos y opacos tampoco es razón suficiente para cambiarlos o suprimirlos. Puedo citar varios casos para documentar el pesimismo como el informe del titular de la SFP sobre el conflicto de intereses o también podría evocar la artera ingeniería legaloide y pueblerina con la que le quitaron toda la fuerza a las consultas populares, o incluso la cada vez menos disimulada cascada de leyes antibronco (que es su principal fuente de temor) para inhibir que políticos cansados (hartos) por tanta corruptela tiren la toalla y rompan el pacto de silencio que garantiza la continuidad del sistema. Pero me concentro en el más reciente: la aprobación de un Fondo para el Fortalecimiento de la Infraestructura Estatal y Municipal que contempla un monto de 10 mil millones de pesos.

Aunque se prevenga que habrá reglas de operación estricta para evitar los abusos de ejercicios anteriores, lo cierto es que la credibilidad está bajo mínimos. El Fondo en cuestión es la peor idea que se puede tener por tres razones que expongo telegráficamente:

A) Dispersa incompresiblemente el ejercicio del gasto en infraestructura y multiplica los parches, las obras inconexas, los puentes inconclusos que pueden verse en toda la geografía nacional. El esfuerzo presupuestal podría en cambio canalizarse a los fondos de infraestructura escolar (que pretenden captar hasta 50 mil millones hasta 2018) en vez de incurrir en deuda.

B) Genera clientelas que piden satisfacción inmediata y desarrolla esa deformadora actividad de gestoría que con tanta eficiencia degrada la calidad de la política nacional. Los diputados no están para suplir mal y fragmentariamente la acción pública del gobierno construyendo puentes u ofreciendo consultas dentales; están, en principio, para otra cosa, pero claro si tienes una bolsa millonaria que repartir no hay más remedio que hacerlo.

C) Multiplica los moches. Fomenta hasta extremos patológicos la creación de constructoras que se ligan a los intereses de partidos o directamente a engordar la bolsa personal de algún legislador o alcalde (o de ambos). En un país sitiado por la corrupción desarrollar este tipo de instrumentos es como dar un plato de carnitas (con cuerito) a quien tiene riesgo cardiaco alto. Es una invitación al suicidio.

El dichoso Fondo sólo se explica desde un ángulo del control político que permite a la mayoría apoyar el presupuesto y a los legisladores hacer política de la única manera que saben hacerlo: repartiendo dinero para aceitar clientelas y quedándose con una parte para incrementar el propio pecunio.

Mi talante optimista me lleva siempre a pensar que la voluntad de hacer mejor las cosas gana (en el largo plazo) sobre la inercia, pero es cada vez más difícil no engrosar las filas de quienes creen que este sistema no tiene voluntad de cambio y no escucha el clamor de una sociedad que anda gritando por los rincones que ya no quiere el mismo batidillo.

Analista político.

@leonardocurzio

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