El presidente podría vivir el próximo lunes la más amarga de las paradojas. Puede perfectamente ocurrir, como lo anticipaba Verónica Ortiz, que se revierta esa tendencia instalada en el electorado, desde 1997, de no dar una mayoría al gobierno en turno en los comicios intermedios y Peña podría encontrarse por primera vez con una mayoría absoluta ganada en una intermedia. Ganar perdiendo o perder ganando parece ser el enredado dilema de un “partido sistema” que no se adapta totalmente al ecosistema de la democracia.

Ernesto Zedillo perdió ganando (valga la paradoja) en 1997 y lo volvió a hacer en 2000. El último suspiro del viejo régimen ocurrió en 1997 al quedar exhibido el intento de varios personajes (que, por cierto, hoy ocupan una secretaría de Estado, un gobierno estatal por el PRD y un candidato a jefe delegacional por Morena) de obstruir el camino para que la oposición tomara por primera vez el control de la Cámara de Diputados. Ese “golpe de Estado parlamentario” fue la puntilla para aquellos que querían conservar el régimen de partido hegemónico. Su derrota implicó que se diera paso a una genuina competencia democrática. El sexenio de Zedillo terminó con otra derrota (la de 2000), que sacó al PRI del poder, pero al mismo tiempo generó las condiciones para que se abriera el periodo más amplio de libertades y el lapso más extenso de estabilidad macroeconómica que haya experimentado el país. Además, la aceptación de la derrota de su partido le dio al ex presidente un enorme prestigio internacional del que todavía goza.

Con la llegada de Vicente Fox al poder se intentó articular, en 2003, una mayoría consonante con el presidente y el estribillo de aquellos años fue: “Quítale el freno al cambio”. Se daba por descontado desde Los Pinos que el PAN en el gobierno no era una amenaza a la competencia y por tanto una mayoría presidencial no se percibiría como una involución. El intento no convenció a la mayoría y el elector decidió que dividir el poder era una mejor idea. A Felipe Calderón le pasó más o menos lo mismo y el soberano decidió que un presidente que politizaba la seguridad no debía contar con una mayoría en San Lázaro y nuevamente puso al presidente en minoría.

Peña Nieto puede efectivamente obtener, con su partido y sus aliados, que ya no son aliados, sino claramente un apéndice, más de 250 asientos en la Cámara. Lo irónico es que sería un triunfo poco celebrable, pues éste se daría en un contexto de desánimo social y falta de credibilidad y lo que es peor se reactivarían los temores de la involución. Algo así como si un equipo ganara una liguilla amañada . Ganar así no es ganar. La energía que alimentaría ese mandato es originada por las turbinas del control político y la abrumadora eficiencia de la máquina electoral priísta, no por una mayoría sociológica que espontáneamente apoya un proyecto transformador. En este caso, todo hay que decirlo, la restauración de una mayoría priísta cuenta con el apoyo de una oposición dividida que hace todo por atomizarse, particularmente en el flanco izquierdo del espectro político. Otro elemento a considerar es que el desánimo que reflejan las encuestas puede incentivar una baja participación. Y aunque las reglas son así, no cabe duda que un triunfo con 35 o 40% de participación no puede interpretarse como un mandato originado en las mayorías. En condiciones de baja participación son los aparatos los que dan el triunfo.

No sé si para Peña Nieto tener una mayoría absoluta en San Lázaro sea la mejor de las noticias, pues aunque podrá reformular el presupuesto base cero a su antojo, la forma en que obtiene el triunfo y el ejercicio de una aplanadora legislativa son muy malos compañeros de un partido que tiene una muy breve tradición democrática. En consecuencia, puede ocurrir que ganar la mayoría absoluta signifique perder credibilidad y por ende, margen de maniobra para completar los tres años que le quedan a la administración.

Analista político.
@leonardocurzio

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