La democracia moderna nació como una respuesta de los ciudadanos, para enfrentar los abusos y excesos del absolutismo europeo del siglo XVII y XVIII y también para evitar las tiranías de las mayorías de asamblea, como las que se practicaban en la antigua Atenas.

Desde entonces a la fecha, la democracia ha mantenido en lo fundamental los mismos principios y valores, con los que logró construir sociedades representativas, plurales, diversas, tolerantes e incluyentes que están ampliamente identificadas por el respeto que tienen hacia el ejercicio de sus libertades civiles, entre las que destacan la libertad de conciencia para profesar, o no, religión alguna.

Este fue un gran logro y creación de la democracia representativa, al haber concebido el Estado laico, que protege los derechos de toda persona para practicar libremente la religión que más le convenza, bajo el principio de la separación de cualquier iglesia en los asuntos que son competencia única del Estado. Claramente fue una respuesta para pacificar las diferencias bélicas entre los integrantes de su propia comunidad, pero también para establecer reglas de convivencia civilizada, una manera de hacer viable la pluralidad dentro de una misma sociedad, bajo los principios de la tolerancia.

A lo largo del siglo XX, la democracia tuvo que enfrentar otros desafíos de supremacía racial como fue el caso del nazismo y el fascismo, o en los que también había fundamentalismo y obsesión política por controlar la vida y libertad de toda persona, como fue el caso del totalitarismo. El resultado de esta lucha ideológica concluyó con la caída del muro de Berlín y la adecuación de muchos países anteriormente totalitarios a un sistema de gobierno democrático que integra los valores y libertades que son reconocidos como derechos humanos fundamentales. Ante la euforia de aquel momento, hubo quienes predijeron incluso la victoria final de la democracia liberal sobre cualquier otro sistema político.

Ahora nos damos cuenta de la ingenuidad o soberbia de Fukuyama, porque nunca previó, en prospectiva, los nuevos desafíos que habría de enfrentar la democracia liberal, que son de tal magnitud que pueden poner en severo riesgo su permanencia a lo largo del siglo XXI en aquellos países que tienen una alta migración de musulmanes, que en muchos casos no están dispuestos a cambiar sus usos y costumbres de acuerdo con las tradiciones y valores que le ofrece su nueva casa.

En el caso específico de Francia, de acuerdo con las proyecciones de crecimiento demográfico, se estima que para el año 2050 habrán más musulmanes de tercera o cuarta generación, que ciudadanos franceses. Si la democracia se define en buena medida por la regla de la mayoría, esta mayoría es probable que decida con base en los principios que inculca el Corán, más que en los valores que ha dejado para el mundo libre la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Un nuevo desafío que por lo pronto tiene atemorizado a todo el bloque de países occidentales, porque se han dado cuenta que posiblemente el enemigo no está en Medio Oriente, sino en sus propios vecindarios, con la misma nacionalidad y goce de derechos que las posibles víctimas que con impuestos han financiado su educación y oportunidades. Es claro que no todos los musulmanes son terroristas, y, al contrario, pueden ser ciudadanos ejemplares, pero por pequeño que sea un grupo radical, ya ha demostrado el daño que puede causar.

Hay nuevos retos para la democracia que debe atender oportunamente, en especial cuando puede ser suplantada por valores y prejuicios que le son ajenos en todos los sentidos.

Académico por la UNAM

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