Existe una clase de argumentos a los que define el ardid y la trampa. Son tan habituales que si tuvieran un color, digamos rojo, el mundo sería colorado. Coloquialmente los conocemos como “salirse por la tangente”, y yo, querido lector, sólo yo, este sábado le tengo la fórmula no sólo para neutralizar estos embustes, sino para contraatacar con paso redoblado. Para conseguirlo, primero debemos entender cómo funcionan.

Imaginemos, para empezar, un encuentro de box: los contrincantes se propinan jabs y uppercuts, el jurado cuenta puntos, la audiencia espera ansiosa el golpe devastador. A mitad del octavo round, el contrincante que a todas luces va perdiendo asesta un karatazo en el cuello del oponente, pero tan lucidor y bien dado que lo noquea. Entonces, jueces y público hacen caso omiso de la ilegalidad, toman al karatazo como cumplidor del fin (que alguien acabe en la lona) y santo remedio para todos.

Justo así funcionan estos argumentos, pero en el plano de las ideas: son fraudulentos, sí, ajenos al tema que se trata, también, pero de una brillantez retórica tan pulcra y sencilla, de una lógica tan primitiva y básica, que bien pueden decapitar al enemigo y resolver de sopetón una controversia acalorada… o así parece.

La verdad es que estos argumentos otorgan la victoria en box a quien no estaba boxeando. Como el karatazo, parecen definitivos, irrefutables (¿o es que no hay alguien tirado en el ring?), gracias a lo cual es tan común dejarse apantallar y no ver las entrañas de su operación. Lo que efectivamente ocurre es que estas salidas por la tangente abren y cierran un tema que nada tenía que ver con la discusión original, que queda mocha, y el triunfo en esa pequeña batalla, traída artificialmente, lo impregna todo. Nuestros primos los chimpancés hacen algo parecido: luego de ser acorralados por un grupo rival más poderoso, rehúyen la lucha, y a la distancia empuñan sus genitales de cara a su enemigo, como si quisieran decirle: gáname en lo que quieras, pero a que no le ganas a esto. Sobra decir que ese gesto enerva a los chimpancés contrarios.

He aquí otro ejemplo que redondea mi tesis. Es domingo, estamos en medio de una comida con mi familia política. Aunque somos más de quince comensales, la discusión nace y se desarrolla entre una señora, que resulta ser mi suegra, y su madre. Los demás, al margen, guardamos un respetuoso silencio hasta el final, momento en el que se requiere de nuestra participación.

El asunto: la madre de mi suegra ha vuelto a cambiar las claves de su correo, su celular, su tableta, etcétera, y no las recuerda; hay que aclarar que mi suegra le ha ayudado varias veces a unificarlas. El final llega sin esperarse, y ocurre así:

Mi suegra a su madre: Madre, cuántas veces le he dicho que no cambie sus claves.

Madre a mi suegra: A mí no me regañes, que soy mayor que tú.

A esta línea sigue un silencio breve pero tenso, que yo interpreto como presagio de que algo está a punto de ocurrir. Corroboro esa impresión cuando noto que a mí suegra se le aflojan las facciones, esboza una sonrisa y remata:

En eso, mamá, en lo de ser más vieja que yo, tiene usted toda la razón.

Aquí los concurrentes hacemos dos aportaciones que, aunque de apariencia anodina, son fundamentales para que el cataclismo se precipite: primero, nos olvidamos del asunto medular de las claves del correo, el celular, la tableta, etcétera, y segundo, reímos, reímos muchísimo.

Si a usted le ocurre algo de este estilo, nunca intente desenmascarar la maña ajena con frases como “me estás haciendo trampa”, “cambiaste de tema”, etcétera. En otras palabras, no sea ñoño. Confórmese con la dignidad que le queda, levántese de la mesa y tenga fe en que esas cosas eventualmente se olvidan. Ahora bien, si de plano su ardor es harto y se siente inspirado, he aquí el exclusivo y milenario secreto para convertir esa derrota en triunfo: cuando un contrincante se sale por la tangente, la única forma de ganarle es salirse uno mismo por la tangente. La madre de mi suegra, por ejemplo, bien pudo responder a la frase de “eso no se lo refuto: usted es más vieja que yo” con un contraataque: “cierto, pero la gente me sigue preguntando si eres tú o soy yo la hermana mayor de la otra”. No importa que esto sea mentira: bastará para garantizar su triunfo en la discusión tangencial y, por añadidura, en la original. Si por cualquier razón no encuentra la línea correcta, haga como los chimpancés en retirada: desnude y empuñe al más talentoso pedazo de sus carnes, uno que no admita refutación, y muéstrelo al enemigo. Eso, claro está, si se atreve.


@caldodeiguana

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