Hay todavía cristianos, en todas las Iglesias, que acusan a los judíos de ser culpables de la muerte de Cristo, de cargar de generación en generación, desde el día de la crucifixión, con el crimen de deicidio —¡mataron a Dios!—, crimen imperdonable que les valió y les vale, y les valdrá todas las persecuciones habidas y por haber. En su libro Jesús de Nazaret, segunda parte (2010), el papa Benedicto XVI explica pacientemente, como el buen profesor que es, que esa afirmación no tiene fundamento y que ningún cristiano puede responsabilizar a los judíos por la muerte de Jesús. En su juventud, había asistido al Concilio Vaticano II que en la famosa Declaración Nostra Aetate (1965) rechazaba la acusación de deicidio. Varios estudiosos judíos recibieron con agrado lo dicho por el Papa, para combatir el antisemitismo. ¿Valía la pena repetir lo afirmado por los padres conciliares? Pues sí, porque el pueblo cristiano no lee los documentos eclesiásticos, los cuales tampoco son fáciles de leer.

Durante siglos y hasta el Concilio Vaticano II, la tesis del deicidio se manejó para justificar la persecución de los judíos. Sin embargo, un gran concilio anterior, importante, decisivo para la Iglesia católica, el Concilio de Trento (1545-1563) la había aniquilado. Su Catecismo, verdadera suma de la doctrina de la Iglesia, fue redactado por orden de los padres conciliares y, es una fuente vital de la enseñanza auténtica de la Iglesia. Obra de los teólogos más eminentes, fue concluida, por San Carlos Borromeo y tres ilustres dominicos. Después de un cotejo riguroso por otros grandes doctores, fue solemnemente aprobado por el papa San Pío V. Cito una edición francesa de 1936. A propósito de la Pasión y muerte de Cristo dice textualmente:

“Su muerte fue el efecto de su voluntad, y no de la violencia de sus enemigos (…) Si uno quiere buscar el motivo que llevó al Hijo de Dios a sufrir tan dolorosa Pasión, encontrará que fueron, además de la falta hereditaria cometida por nuestros primeros padres, los pecados y los crímenes que los hombres han cometido desde el principio del mundo hasta el día de hoy, y los que cometerán todavía hasta la consumación de los siglos. (…) Debemos considerar como culpables de tan horrible falta a los que continúan y recaen en sus pecados (…) y hay que reconocerlo, nuestro crimen es mayor que el de los judíos. Puesto que ellos, según el testimonio del Apóstol (I Corintios, II, 8) ‘de haber conocido al rey de gloria, jamás le hubiesen crucificado’. Nosotros, al contrario, profesamos que lo conocemos, y cuando renegamos de Él por nuestros actos, de cierta manera, ponemos sobre Él nuestras manos deicidas (…) Judíos y gentiles (los romanos; nota de J. Meyer) fueron igualmente instigadores, autores y ministros de su Pasión”.

San Pablo ya lo había dicho en los primeros días del cristianismo: “Cristo murió por nuestros pecados”. (I Corintios XV, 3.)

Es fácil entender cuál es la verdadera enseñanza de la Iglesia y cuáles son las deformaciones que siguen afectando a los “antisemitas cristianos”. Sus autores pretenden o creen que la suya es la doctrina auténtica de la Iglesia, cuando es una monstruosa deformación. Para un cristiano, el antisemitismo es sencillamente imposible.

Cambio de tema para citar otra vez este Catecismo: “Nos cuesta trabajo concebir que nuestra salvación depende de la Cruz y de Aquel que se dejó clavar en ella por amor de nosotros. Pero, es en esto mismo, según la enseñanza del Apóstol, que debemos admirar la soberana Providencia de Dios”.

En los últimos años, cuarenta religiosos han sido asesinados en México. Nuestro país se ha vuelto el más peligroso, en América Latina, para los sacerdotes. ¡Cristo ha resucitado!

Investigador del CIDE.
jean.meyer@cide.edu

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