En 2009, cuando se anunciaron los juegos olímpicos en Río, el presidente Lula pronunció eufórico un discurso memorable, en el que señalaba que los brasileños habían alcanzado un nivel superior de desarrollo y conquistado la “ciudadanía plena”; ahora nadie dudaría de la “grandeza económica” de esa nación.

Sabemos que Brasil —que en esos años crecía por encima del 7%— está lejos de esa grandeza, como lo atestigua la caída reciente de casi cuatro puntos porcentuales del PIB. Lo que es menos evidente es que la organización de mega eventos como mundiales de fútbol o juegos olímpicos, antes que beneficiar a una nación, puedan incluso acentuar sus problemas.

La organización de juegos olímpicos suele ir acompañada de un conjunto de promesas que rara vez se cumplen. Se proyectan obras públicas y proyectos de infraestructura que teóricamente traerán beneficios para todos los ciudadanos, se arguye una derrama económica y una afluencia de turistas que pocas veces tienen lugar, y se proyectan costos para el sector público que generalmente se exceden de forma alarmante. Así ocurrió en Atenas, donde el costo superó más de tres veces lo presupuestado, con cargo a la inmensa deuda que hoy tienen que pagar los griegos.

Río no es la excepción. En medio de la más grave crisis fiscal de su historia reciente, y con servicios de salud, educación y seguridad pública amenazados por una administración que se ha declarado en “estado de calamidad pública”, resulta lógico preguntarse quién gana con estos juegos y en qué benefician a Río y a Brasil.

¿Ganan los casi 12 millones que habitan la zona metropolitana de Río? ¿El millón 700 mil que habita en sus más de 700 favelas? ¿O ganan los negocios del Comité Olímpico Brasileño y una minoría de empresas que se llena los bolsillos con grandes contratos, especialmente gracias a la construcción de obras públicas, algunas de dudosa utilidad pública? Pregunta retórica.

Para justificar un gasto cercano a los 12 mil millones de dólares —muy superior al costo del mundial en 2014—, y con una contribución del sector público mayor a la del privado, se prometió a los cariocas llevar a cabo una “revolución en el transporte” de la ciudad, y la realización de una serie de obras de contenido social y ambiental, como la limpieza de la Bahía de Guanabara, la cual no se ha concretado.

En las diversas obras que se han llevado a cabo, sin embargo, no hay nada que permita integrar la zona metropolitana de Río de Janeiro ni que contribuya a revertir la dinámica de segregación residencial que por años ha marcado el rostro de la ciudad. La mayor parte de los proyectos se concentran en Barra da Tijuca y la Zona Sur, la más rica de la ciudad mucho antes que Vinicius de Moraes compusiera su famosa Garota de Ipanema.

En Barra, particularmente, una zona de alto valor adquisitivo donde hoy se ubica la Villa Olímpica, se concentra más del 84% del presupuesto total del llamado “legado” olímpico. Para comunicar esa región con la Zona Sur se construyó una línea de metro —la obra más cara de la Olimpiada— que comunica entre sí a dos de las zonas más prominentes de la ciudad. En nada beneficia a los más pobres.

La “revolución en el trasporte” prometida por la alcaldía de Río contempla también una serie de líneas de metrobus. Una de las más importantes es la Transcarioca, la cual conecta al aeropuerto internacional con Barra da Tijuca y atraviesa 27 barrios. Si bien estas líneas pueden tener un beneficio más amplio para la sociedad, su construcción ha arrasado con comunidades y favelas enteras, las cuales han sido en muchos casos removidas por la fuerza.

Una organización social brasileña presentó recientemente un documento llamado Mapa de la Exclusión, donde contabiliza que entre 2009 y 2015 podrían haber sido desplazadas más de 70 mil personas de sus hogares. Algunas han recibido indemnizaciones irrisorias o pequeñas casas en las periferias de la ciudad, lejos de sus lugares de trabajo y sin acceso a servicios.

Más que beneficiar a Río o a los cariocas, el lucrativo negocio de las olimpiadas ha sido aprovechado por las grandes empresas constructoras —como Odebrecht, Andrade Gutierrez y OAS—, las mismas que compran favores de los políticos de cualquier partido y están involucrados en los más recientes escándalos de corrupción en Brasil.

Analista político

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