El 29 de agosto concluirá en el Senado brasileño el juicio político en contra de la presidenta Dilma Rousseff, el cual casi seguramente terminará con su separación del cargo y su inhabilitación para ocupar cualquier cargo público durante ocho años.

Así, una presidenta que fue electa por más de 50 millones de votos será enjuiciada por irregularidades administrativas de índole contable —que no por corrupción, es importante aclararlo— y sin que se haya logrado acreditar que cometió un crimen de responsabilidad.

Al llevarse a cabo un juicio sin bases legales convincentes, se habrá consumado una ruptura del orden institucional y legal que muy probablemente dará paso a un periodo de inestabilidad en la democracia más numerosa de América Latina.

Será, sin embargo, una decisión tomada por una mayoría abrumadora en ambas cámaras, lo que habrá de conferirle una aparente legitimidad, amparada en el artículo 85 de la Constitución brasileña que, por su ambigüedad, pareciera facultar al Legislativo a juzgar a un presidente casi por cualquier razón.

El proceso de impeachment en contra de Rousseff, que comenzó formalmente en mayo cuando la Cámara de Diputados aprobó su separación temporal del cargo para iniciar las investigaciones con vistas a su remoción, ha sido largo y tortuoso. Brasil lleva prácticamente un año de una parálisis política que ha acentuado la crisis económica y social.

Lo que más sorprende es que hasta ahora ni los partidos de izquierda que se opusieron desde un primer momento al juicio político, ni la amplia gama de movimientos sociales aliados al PT desde la fundación de ese partido hace más de 35 años (y que alguna vez fueron un actor clave en la transición a la democracia y en la caída del presidente Collor de Mello), han sido capaces en esta coyuntura de articular un proceso de movilización social que muestre músculo político y genere presión sobre los legisladores.

En ningún momento las marchas de quienes reclaman el respeto a la democracia han superado numéricamente a la de quienes han tomado las calles exigiendo la salida de Rousseff, ampliamente influenciados por los poderes fácticos, especialmente los grandes medios de comunicación. Ciertamente Dilma había perdido el apoyo de amplios sectores de la sociedad. Su popularidad oscilaba en torno a 15% antes de ser suspendida del cargo y hoy, según Vox Populi, una encuestadora ligada a la izquierda, tan sólo un 18% cree que un regreso de Dilma sería lo mejor para Brasil.

Según la misma encuestadora, lo que más de 60% quisiera es una nueva elección, opción que la propia Dilma ha sugerido recientemente, y que resultaría de un plebiscito para superar la crisis política actual.

Lo cierto es que semejante posibilidad no está contemplada en la Constitución, por lo que los brasileños no tendrán otra alternativa que mantener en el poder a Michel Temer, un gobernante que jamás hubiera ganado una elección presidencial y acaso tiene hoy el apoyo de uno de cada 10 ciudadanos.

Es claro, como ha apuntado el politólogo Jorge Javier Romero ad nauseam: el presidencialismo carece de mecanismos adecuados para resolver las crisis políticas que se generan cuando un mandatario ha perdido la confianza de la mayoría de la población y, en particular, de la mayoría en el Legislativo.

Así, en lugar de que un mandatario pueda ser sustituido por otro con normalidad, sin que ello genere una crisis política mayúscula, lo que hoy vemos en Brasil es un proceso del que emana un tufo pestilente de golpe (golpe blando, si se quiere), que a pesar de tener características muy distintas a los golpes que hemos conocido en la región, no deja de causar vergüenza, incertidumbre y preocupación.

Analista político

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