No es la primera vez que un congreso latinoamericano destituye a un presidente electo democráticamente por la mayoría a través de argucias de dudosa legalidad.

Brasil es hoy víctima de una operación política que despierta serias sospechas de constituir un golpe de Estado encubierto –o golpes suave, si se quiere– donde el protagonista no es una cúpula militar, como ocurría en el pasado en la región, sino el poder legislativo. En éste último, un conjunto de partidos de oposición, movidos en torno a una negociación para repartirse el poder, intenta obtener con trampas jurídicas lo que no ha logrado (y probablemente no lograría) obtener en las urnas.

Así ocurrió en Honduras, con Manuel Celaya (2009), y en Paraguay con Fernando Lugo (2012), gobiernos de izquierda y centro izquierda que fueron destituidos por opositores en sus respectivas legislaturas. Tal vez no preocupó demasiado ni tuvo mayores consecuencias por tratarse de naciones débiles. Pero hoy está a punto de ocurrir en la primera economía de América Latina y una de las democracias más grandes del mundo.

La decisión que el día de hoy podría tomar la Cámara de Diputados de Brasil, en caso de que efectivamente se logren los dos tercios necesarios para separar de su cargo a Dilma Rousseff, podría sumir a Brasil en una grave crisis política y social, además de hacer retroceder los avances que logró esta nación desde su transición a la democracia en 1985.

Nada tiene que ver este caso con la corrupción, salvo quizás que este proceso lo comandan algunos de los mayores corruptos de Brasil, como el ex alcalde de Sao Paulo Paulo Maluf, conocido por su popular “rouba mais faz” (roba pero hace) o el presidente del congreso, Eduardo Cunha, a quien se procesa por poseer cinco cuentas ilegales en Suiza y figurar entre los Panama papers. No está de más señalar que de los 38 integrantes de la comisión especial que analizó la solicitud de destitución, 36 son investigados por alguna irregularidad.

Lo cierto es que no existe en este proceso una sola acusación formal de corrupción sobre la presidenta Rousseff ni se ha podido probar un crimen de responsabilidad que pudiera dar a su destitución una sólida base legal. Se trata de una cuestión contable. Lo que habría hecho el gobierno de Rousseff es maniobrar las cuentas públicas para que no se conociera la verdadera dimensión del déficit fiscal a través de operaciones como retrasar pagos a los bancos públicos, abriendo así líneas de créditos no autorizadas por el Congreso.

Durante las últimas horas han desfilado por el congreso brasileño representantes de una treintena de partidos a pronunciarse a favor o en contra de la destitución. Llama la atención que lo que los detractores de Dilma han subido a declamar en la tribuna tiene poco que ver con el objeto concreto del que se acusa a Rousseff. Se trata sin lugar a dudas de un proceso kafkiano donde la acusada no puede siquiera comprender de qué exactamente se le acusa.

Los opositores a Dilma han pronunciado discursos políticos llenos de generalidades. Que si Dilma es impopular, dicen unos, que si el país está sumido en la “peor crisis económica de su historia”, señalan otros. Que si el PT “utilizó la estructura pública para perpetuarse en el poder” o si el país ha atravesado por el peor escándalo de corrupción de su historia.

Probablemente es verdad que el gobierno de Dilma “ya no tiene condiciones para gobernar”, como señaló también un diputado que discursó en la sesión maratónica que ha durado todo el fin de semana. Brasil, sin embargo, no es un régimen parlamentario ni la constitución permite destituir un presidente por esa razón.

Si el día de hoy finalmente ocurre el proceso de destitución de la mandataria brasileña el país sufrirá una grave ruptura del orden institucional y legal. Si la destitución de Otto Pérez Molina en Guatemala, con claras evidencias de comandar una red de corrupción, constituyó un precedente importante para la región, la destitución de Dilma, en contraste, sentará un precedente nefasto.

El Mercosur tendrá que discutir si se aplica la Carta Democrática y se suspende de ese bloque a su socio más importante. La OEA deberá hacer algo similar y la propia comunidad internacional –incluido México- tendría que formular un pronunciamiento en los términos más enérgicos, a fin de reestablecer el orden democrático en la nación más poblada de la región. Todo estará a prueba.

Analista político

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