Tuve una visión purificadora. El deseo me era concedido: un ser divino, justo y benevolente desterraba y prohibía las metáforas en el campo de la publicidad. Los ingenios groseros y pueriles dejaban de atormentarme con la diarrea de su imaginación creadora y mercadotécnica. Se limitaban a describir las características de su producto y renunciaban a explotar la debilidad moral y educativa de las personas. En pocas palabras: dejaban la poesía en manos de los artistas. Se trata, el mío, de un deseo imposible de satisfacer, ya que lesionaría la libertad de expresión en el seno de nuestras democracias imperfectas y enfermas. E. M. Cioran se sorprendía de que su amigo Henri Michaux prestara tanta atención a los documentales científicos, pues al rumano le parecían impersonales y aburridos, en comparación con los dramas cinematográficos. ¿Qué pensaría Cioran acerca de lo que sucede en nuestros días cuando todo se ha vuelto demasiado personal? El odio y la infelicidad extendidos en la comunidad han transformado nuestras relaciones con el extraño en algo demasiado íntimo y personal: desde el burócrata que tras una ventanilla te hace la vida pesada hasta el vendedor de aspiradoras que se entromete en tu vida privada, te ofrece consejos “éticos” y te aconseja cómo debes vivir. Mi queja parece demasiado abstracta y amarga, pero si tomamos en cuenta que mi anhelo por una sociedad justa e impersonal es legítimo y verdadero, entonces mi encono no les resultará tan descabellado.

Luego de una imprevista meditación vespertina me he preguntado: ¿Por qué alguien desearía gobernarnos, realizar una campaña política y dar la mano a miles de personas que desconoce? ¿No tendríamos que desconfiar a priori de aquellos que desean un cargo público, cualquiera que éste sea? La farsa los distingue, sus buenas intenciones son sospechosas. ¿Por qué desean guiarnos? Su vanidad y egolatría exacerbada les permite considerarse salvadores y héroes de la comunidad. La política genuina teje desde la prudencia y la mesura, el apartamiento y la duda, el conocimiento y la filantropía, la distancia y el respeto; no estampando nuestro rostro en un cartel ni apareciendo en los medios. ¿Quién desea gobernar en los tiempos de las democracias fisuradas? Los peores, claro. Me detengo al recordar, de pronto, la frase de un extinto político mexicano quien llegó a exclamar que un político pobre era un pobre político. Su cinismo resultaba más que razonable. Ello me hizo pensar en un acontecimiento que hoy se me revela envuelto por una claridad excepcional: un escritor pobre es también un pobre escritor. No lanzo a la deriva otra queja personal, no; deben ustedes estar hartos de ellas. Pero los interesados consulten con su memoria y encontrarán un número considerable de personalidades que suplen sus carencias artísticas con riqueza y bienestar económico, herencias y relaciones públicas, dinero y sonrisas diplomáticas. Carajo, ante una perspectiva como ésta no me queda más remedio que acudir al hipódromo e intentar ganarme unos pesos para ver si de esa manera aumento de valor en el mercado de los símbolos. ¿O acaso debo diseñar una campaña de publicidad? No, un escritor sin fondos tiene que dedicarse de lleno a la escritura, y convertirse, vía la espalda encorvada, en un signo de interrogación. ¡Qué destino!

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