El primer número de suerte que tuve fue el 14 y como segundo, el 9. Ambos estuvieron estampados en las camisetas que vestí con el equipo de basquetbol de la UNAM hace ya tantos años; tantos que me duele el cerebro nada más de recordarlo. ¿Y para qué quiero yo un número de la suerte? Jamás en mi vida he comprado un billete de lotería y cuando mis amigos, en alguna cantina, me han regalado un “cachito” —parece ser que es una tradición— no consulto los resultados en el periódico. Debo haber extraviado allí alguna modesta fortuna sin saberlo. ¿Qué trabajo me costaba cerciorarme si había ganado algún peso? Tampoco asisto al hipódromo —está muy lejos de mi casa— y creo que los juegos de azar son redundantes. Los rusos juegan exclusivamente para perder y así le dan sentido a su sufrimiento, pero yo no soy ruso y he perdido dinero ya en demasiados lugares. Antes, cuando vivía en el Centro, en la calle San Jerónimo, salía en las mañanas de mi casa a tomar un licuado de fresa o de mamey. Eran mis licuados favoritos. Costaban diez veces menos que una copa de tequila o de brandy hoy en día. El vicio por los licuados es más noble, pero uno no elige, sino que cae en la trampa y es atrapado. Siempre es y será así. Julián Meza escribió un libro Ángeles, demonios y otros bichos, en el que decía: “…no sé en que siglo estamos, ni importa, porque lo mismo dan un ayer y un mañana meramente comerciales, convencionales y patéticos.” No podía, el escritor nacido en Orizaba, elegir tres mejores adjetivos para describir la época. Ahora él está muerto. Y estar allá, en el no ser, debe ser parecido algo a estar aquí, pero sin comerciales, la maldita tortura de los comerciales que afloran como vómito a donde vayas. En el 95 yo tenía una amiga, Julieta Aranda —creo que ha muerto— y algunas veces, cuando se quedaba en mi casa, me acompañaba a tomar licuados a un local que se ubicaba entre Isabel la Católica y Regina; y una mañana me dijo que tenía un plan: se presentaría en Nueva York, en un banco, con una papaya en las manos y gritaría que llevaba una bomba. “Allí no conocen las papayas —decía—, así que creerán que es una bomba y me entregarán el dinero.” Julieta no cumplía aún los veinte años. “En Nueva York conocen perfectamente las papayas —refuté yo— y te vas a ir directo a la cárcel o al manicomio.” Y así conversábamos, doctamente; eran buenos y tropicales los días aquellos.

Tengo un par de amigos que cuando desean buscarme lo piensan más de una vez. “Si vemos a Guillermo serán al menos dos días perdidos”, se dicen. Y prefieren alejarse. Y es que luego de algunas copas quedan reducidos a esparadrapos. Que se vayan a tomar… licuados, o asalten un banco en Nueva York. Que lleven dos zapotes en las manos y amenacen a los cajeros. A mí la soledad me va bien. Soy un fósil viviente. Y el que desee saber qué cosa es un fósil viviente puede buscar el reciente libro de Andrés Cota Hiriart: Faunologías (aproximaciones literarias al estudio de los animales inusuales), de Festina Publicaciones (ilustraciones de Ana J. Bellido). Allí leemos: “Si nuestra intención fuera ser estrictos con el lenguaje, podríamos concluir que la expresión —fósil viviente— carece de lógica: no puede haber algo muerto que al mismo tiempo esté vivo.” Sin embargo, Andrés dota de una lúcida flexibilidad al asunto; describe tres posibles acepciones de fósiles vivientes y las ilustra con el ejemplo de los celacantos, los límulos y las tuátaras. No me lo pregunten a mí. “No puede haber algo muerto que al mismo tiempo esté vivo”, leo en el libro citado y me digo: carajo, si de eso estamos invadidos: muertos vivos animados por comerciales y publicidad denigrante.

Mi quejumbre por las amistades esparadrápicas es innecesaria, ridícula y cobarde. Yo mismo dejo de salir a la calle durante varios días, apago el teléfono y me convierto en límulo luego de un día de farra. Así he dejado de asistir a la reciente presentación del libro de Daniel Guzmán, Chromosome Damage el miércoles pasado en el espacio de Kurimanzutto. Porque apenas si lograba respirar y una jodida tuátara, que supuestamente se alimenta de insectos, me carcomía el páncreas. Daniel es uno de los dibujantes más talentosos de cuya obra he tenido noticia desde Julio Ruelas hasta Raymond Pettibon, además de ser un artista versátil y sabiamente necio. Integrante y fundador del grupo de rock Pellejos y un amigo al que el azar me impide frecuentar como debía. Una ausencia similar me causó disgusto porque no marché hacia el centro a la muestra de Joaquín Segura La tradición de todas las generaciones muertas, en el museo Ex Teresa. Joaquín es un artista que ha depurado mucho su obra y sus acciones rebeldes; cada vez es más incisivo, sagaz y menos espectacular: algunos artistas se hacen en el bregar del tiempo y en la construcción de una actitud y un lenguaje auténticos y personales.

Y él es uno de ellos. Tampoco fui a la reunión nupcial de mi querida amiga, la cineasta Elisa Miller, cuya película El placer es mío acaba de obtener un premio en el Festival Internacional de Cine de Morelia. Le escribí un correo disculpándome; ella y su pareja, Leandro, son muy apreciables, pero es que si yo me aparezco en una boda llevo sobre los involucrados una densa nube negra. Lo hice por su bien, en realidad. La última vez que fui una boda nueve personas se alejaron de mí. Y si creen que
me he convertido en un cronista de sociales se han equivocado del todo. Lo que sucede es que, por ahora, estoy convertido en un límulo, es decir: en un antrópodo marino emparentado con los arácnidos que se esparcieron hace 400 millones de años, y mi sangre es de un tono azul cobalto.

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