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Fue en la calle, mientras caminaba hacia un destino poco ambicioso, el lugar en que conocí a un hombre extraordinario; me lo pareció, y estoy seguro de que nunca antes había estado ante una persona así. Decir que lo “conocí” es demasiado abierto y nebuloso, más bien lo observé. Era un hombre maltratado y viejo que, según mi primera impresión, se dedicaba a cuidar los autos, pero que en realidad vigilaba un automóvil y nada más. Quiero decir que elegía un vehículo, cualquiera, uno solo, y entonces se dedicaba a vigilarlo de forma exhaustiva, ya fuera caminando discretamente a su alrededor, o echándole una oteada desde el refugio de un árbol o al amparo de un muro. Se incomodaba si otra persona se aproximaba demasiado a su objeto de cuidado y lo demostraba de alguna manera sutil: un susurro incomprensible o una mirada de desaprobación. Cuando el propietario de la máquina llegaba, entonces él se alejaba, renuente a recibir monedas o señales de agradecimiento a cambio de su trabajo. Después, al transcurrir varios minutos, elegía otro auto y se dedicaba a vigilarlo poniendo en él la misma esmerada atención que en el automóvil anterior, y así pasaba su tiempo. No intercambiamos palabras y sólo me prestaba atención cuando me acercaba yo demasiado al coche que vigilaba. Me despertó envidia su semblante de satisfacción y, sobre todo, su oficio. Aquel hombre sí que había elegido un destino apreciable. No hacía daño a nadie, al menos en la plaza pública, y desempeñaba una función en la sociedad. ¿Me dicen que tal función no era necesaria? Yo no afirmaría eso de un modo tan tajante. El hombre se encontraba allí realizando cierto papel al que dedicaba una refinada atención. Sabía alejar a los intrusos sin que estos se enteraran de que eran intrusos; y si podía evitar ser descubierto por el dueño del vehículo cuando este llegaba o se marchaba, entonces su faena estaba más que completa.
Podría, cuando comprendí cuál era su oficio, compararlo con Bartleby, o con los personajes de Esperando a Godot, e incluso con los ascetas cristianos o el mismo Diógenes, pero ni siquiera se me ocurrió hacerlo en aquel momento y sólo comprendí que era admiración lo que yo sentí hacia él; admiración genuina, y también agradecimiento. ¿Cuántos hombres y de qué clase merecen que uno los admire? No lo sé, al menos yo no sentiría admiración por alguien acaudalado, y menos si es alguien que debe cumplir asuntos públicos en beneficio de otros. Y no hay que preocuparse, no es ésta una parábola de la pobreza o del bien; y sí una simple anécdota callejera.
Me he dado cuenta de que yo sólo pienso cuando escribo y esto no será gran cosa, pero a mi modo de ver es suficiente. Sólo cuando me he puesto a escribir es que apareció la idea de comparar al vigilante de un solo auto con Diógenes. Son mundos diferentes, el pasear por allí y el escribir: cuando realizo estas acciones se me ocurren cosas muy distintas, y si les soy sincero y tuviera que tomar una decisión elegiría el pasear por allí sobre este oficio de escritor que, parece ser, no figurará más en el futuro cercano. Pienso que, en opinión de un número inimaginable de personas, los escritores representan algo similar al vigilante de autos, con la diferencia de que estos no suscitan ninguna admiración especial, ni más allá de la normal y esperada. Pero es posible que al afirmar lo anterior tropiece yo con una exageración inútil.
El hombre que vigila un solo auto no hace daño a nadie y tal vez allí resida el estupor, embeleso o admiración que despertó en mí. Es posible que un escéptico sospeche que, al volver a su casa, si es que tiene una, el vigilante le haga daño a su mujer o a sus hijos, si es que tiene unos, o a su mascota… pero yo creo, movido por mi experiencia en el carácter humano, que él no es capaz de infringirle daño a nadie, pues está viejo y demasiado ocupado en su oficio, y tal labor no contempla herir a los individuos. Y si los ladrones se aparecieran, en cierto momento, para robarse el automóvil que él vigila, estoy también seguro de que su desconcierto lo haría apartarse, de la misma forma en que lo hace cuando el propietario del automóvil vigilado se presenta. Por lo demás se ve, el vigilante, tan flaco y suelto de costillas que sus alimentos no deben ser más que residuos derramados de cualquier mesa donde haya un poco de abundancia.
Vuelvo a preguntarme si existirán oficios y personas que logren, siquiera, acercarse a los frutos que la labor de este hombre produce: no hacer daño a nadie. ¿Quién saldría bien librado a la hora de hacer una comparación semejante? No los políticos deshonestos, ni los “genios” financieros, ni los policías y militares corruptos. Es difícil vivir sin causar daño, lo sé, y es a causa de ello que a uno como yo le desalienta vivir. Sin embargo, me ha alegrado saber de la existencia del vigilante de un solo auto y de su oficio en apariencia inútil. Y cada vez que el desasosiego se empeña en joderme, echo a andar rumbo a la calle sugerida y me cercioro de que él continúa allí, vigilando un solo auto, discreto y eficiente en su oficio.
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