Hoy es un día. Mañana será el anochecer. Me levanto a las dos de la tarde porque el ruido de la calle es como el ruido de las vísceras que hace un perro mecánico cuando traga. Lo primordial en la “mañana” es un trago de cerveza o jugo de naranja, lo primero que encuentre en mi refrigerador. Es una caja raquítica y poco helada: mi refrigerador. Hay pocas cosas destinadas al estómago. Llego a encontrar barras de chocolate y a veces les pego alguna mordida. En el congelador se recuesta una botella de vodka helado y algo de queso se hace viejo en un compartimento. Mi casa es el mejor bar a donde yo he acudido. Un bar que abre dos o tres veces a la semana. Mis amigos se beben todo lo que tengo: agua y alcohol. Los admiro. Todo lo que tengo es de ellos. A veces traen botellas y se pasan aquí la noche. Si tengo visitas no puedo trabajar. Sólo escucho sus voces y a ratos me intereso por una conversación furtiva y pongo en la mesa un par de comentarios. Me alegra que mis amigos tengan opiniones acerca de varios temas y me despierta una felicidad inédita no intervenir demasiado. Esto no sucedía antes. ANTES YO QUERÍA GOBERNAR. En mi casa las visitas son importantes: no estoy sopesando si son famosos o no; o si tienen dinero, poder o son desgraciados. He corrido de mi casa a alguna celebridad y, en cambio, alguien cuyo nombre no recuerdo se quedó bebiendo vodka en la cocina tres días seguidos. Incluso durmió allí. En ocasiones —muy escasas— mi pareja no soporta el humo y el espectáculo decadente de su hogar y luego de sesenta horas (he cronometrado su paciencia) se va a un hotel. Últimamente pongo música de mujeres negras (no soy tan blanco y culposo como para llamarlas “mujeres de color”): The Marvelettes; The Supremes; The Ronettes; The Shirelles (mis favoritas por no sé qué razón. Prefiero no explicar la música para no matarla). Y así. Negras: Aretha Franklin; Olga Guillot. (De pronto se cuelan también algunas blancas (¿Lo correcto sería llamarlas “mujeres descoloridas?”) como Petula Clark o The Chordettes). Y anoche escuché a Jimi Hendrix porque algo en mí está cambiando. No me preocupa esta modificación de espíritu pues mañana volveré a ser el mismo: alguien que nació para caerle mal a las buenas personas. Me gusta la definición aunque sea una pontificación algo adolescente. Míster anti simpatía. Una vez despierto escribo algo entre dos y seis de la tarde. A esa hora me da un poco de hambre. Salgo a una cantina o a un restaurante en donde me conozcan. Me llevo un libro. Ya no veo las letras con claridad y mis lentes están muy deteriorados y se resbalan. Por eso llevo libros impresos con una tipografía considerable. Desearía que cada página tuviera sólo una letra. Los meseros me saludan, pero sé que no son mis amigos. Cuando viajo les traigo regalos de vuelta. Sólo a ellos. Yo no soy de regalar objetos a los amigos. En alguna ocasión traje desde Turquía un narguilé para mi hermano. Fue hace 25 años. Lo puso junto a su cama como si fuera una lámpara. Se veía bien, el narguilé.

Una vez que estoy en la mesa el hambre se va y apenas si pico del plato. Leo cincuenta páginas de algo y garabateo notas en un página que, si tiene suerte, sobrevivirá a mis andanzas. Hacia las siete u ocho de la noche enciendo el volumen de mi celular y allí entra uno que otro mensaje. No acepto llamadas. Entonces sé si la noche será larga o transcurrirá en el azoro. Regreso a casa a las dos o tres de la mañana. Si vuelvo en compañía no hay un plan que resista lo que hacemos. Si vuelvo solo entonces leo mis correos y respondo a los menos importantes. Los correos más importantes los dejo para después y a veces los olvido. Hay respuestas que deben meditarse. Me hacen a menudo invitaciones que agradezco como nadie se imagina, pero me niego e invento que viajaré a Marruecos. Después de responder correos me voy a cama y veo alguna película —tiene que ser muy mala: alguna catástrofe en que la tierra va a ser destruida o en la que un meteorito amenaza terminar con los dinosaurios humanos—. Tomo un ansiolítico y me duermo. Horas después despierto con dolor de estómago. Me levanto y hago pesas. Ahora le pego a un costal: uno, dos, un gancho… hasta patadas le tiro al jodido costal. Así hasta vomitar. Tengo que hacer ejercicio en mal estado físico, no porque sea masoquista, sino porque lo contrario me daría vergüenza: hacer ejercicio cuando me siento bien. Vuelvo a la cama y entonces leo libros de filosofía. Por alguna razón es el mejor momento para hacer eso, el de mayor necesidad y fortaleza. Releo mucho: Kierkegaard, Tomás Moro, Rorty o San Agustín, lo que venga. Y más televisión. Nada de noticias. No me considero tan ordinario como para escuchar “novedades” o promesas macabras de bienestar social. Ya sé que algo está podrido en Dinamarca. Hamlet vive en México. Y el molino continúa. Para entonces mi celular ya está apagado y no encenderá hasta dos días después y mi correo electrónico desaparece de mi horizonte. Es hora de reflexionar en lo sentido y sufrido y pensado. Pero sobre todo poner atención en lo que se ha perdido. He allí uno de mis días normales (uno de esta clase de días puede durar incluso ochenta horas). Describo este dislate biográfico porque, a menudo, me preguntan a qué hora escribo y si llevo alguna clase de orden. No soy una celebridad, lo sé, pero lo que he escrito aquí es, de tan cierto, aburrido. Servirá para la antropología futura: conocer la rutina de un habitante de esta ciudad metástasis gonorrea.

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