“Cree en las ideas con la sumisa ilusión con que un ciego de nacimiento cree en la luz.” Al leer hace muchos años este epigrama de Carlos Díaz Dufoo (el profesor de filosofía, lector de Nietzsche y autor de un ensayo sobre la cursilería), me vi reflejado en él, y me pregunté cómo un hilo tan breve de palabras podía hacerme sentir ciertamente apenado. Entonces se me podía considerar un joven ciego e indefenso dispuesto a creer en la luz de las buenas ideas. Ese idealista que luego de realizar grandes esfuerzos logra, al final de sus experiencias, convertirse en un perro desencantado, pragmático y cínico. Hoy sé que la fuerza que emana de la delicada obra de Díaz Dufoo no está contenida en su verdad moral o en la autoridad de quien la expresa. Antes que eso debe revelarse en ella una sabiduría propia de la escritura que procede de la relación entre el pensar y el hacer. La maldad sabe elegir bien las palabras que la hacen vivir. Al contrario, la bondad es, por lo regular, mala escritora; pero hay que soportarla pues, de otra manera, sin bondad, no se puede estar.

La sencillez tiene que ser amiga de la sabiduría; si no, entonces ¿qué? El movimiento de las ideas tendría que dar lugar a un mundo con camas cómodas y pisos que mantengan el calor; en lugar del inhóspito palacete de la erudición vacía y el concepto apretado y ensimismado. Montaigne, quien se decidió por la sencillez —aunque más bien creo que ella lo eligió a él—, escribía sus ensayos atrapando algún argumento al azar, ya que para él todos los argumentos eran igualmente buenos a la hora de escribir sobre ellos. Uno puede partir de una tontería para luego rebasarla y caminar lejos de ella. Montaigne ponía de su parte a la ignorancia y entre ambos, ayudados por la duda y la incertidumbre, sacaban algo más o menos en claro: un comentario que le venía bien a quien le ponía atención. Tal como a mí me sucedió con los epigramas de Díaz Dufoo. Este deseo de sencillez a la hora de decir “cosas” no tiene como propósito seducir a un público más amplio. El público para la literatura ya se perdió. Más bien quiere ordenar un poco la casa para no tropezarse con unos patines tirados en la cocina. En Chet Baker piensa en su arte, Enrique Vila-Matas escribe “Al igual que le pasaba a Duchamp, a mí lo que más me enoja del arte, tal como se entiende actualmente, es esa necesidad de ganarse al público. Incluso cuando estaba controlado por las monarquías, el arte respiraba mejor que ahora.” Yo no puedo estar más en coincidencia con estas líneas y además me conforta saber que ya no hay público al que ganarse y, por lo tanto, se respira una tranquilidad y una comodidad metafísica incomparable.

En estos días, los cuales se extinguirán rápidamente, se ha hecho pública la corrupción de esa monstruosidad grandilocuente que conocemos como “la FIFA” y que gobierna el futbol en el mundo. Es evidente que una corporación de tal naturaleza suscite la corrupción y la compra de votos como una forma de mantener el orden a su conveniencia. La indecencia senil gobierna las instituciones. Por ello los grandes partidos políticos en el mundo son per se organizaciones criminales. Si a cierta clase de anarquistas o a los liberales económicos ortodoxos la noción de un Estado fuerte les causa profundos conflictos morales, el crecimiento de poderes planetarios como el de la FIFA y otras empresas comerciales debería ponerlos todavía más en alerta. Es un asunto viejo éste de comparar el poder de las corporaciones con el poder el Estado, y yo no soy quién para tratarlo en este reducido espacio. Además, cuando uno se ocupa de limpiar su propia casa lo pequeño se hace importante y deja uno de ilusionarse con las grandes ideas o los análisis pomposos.

Al escritor judío húngaro y premio Nobel de literatura, Imre Kertész le disgustó la película de Steven Spielberg, La lista de Schindler. Kertész escribió acerca de la película que era kitsch y que el director no tenía idea de lo que era un campo de concentración. Y sumó a su antipatía esta pregunta: “¿Por qué debo yo, sobreviviente del holocausto y poseedor de otras experiencias del terror, alegrarme de que sean cada vez más las personas que vean en la pantalla esta experiencia falsificada?” En oposición a la película de Spielberg, Kertész se inclinaba por La vida es bella, de Roberto Benigni, porque, según él, esta cinta expresaba sin grandes aspavientos el absurdo de aquel terrible acontecimiento trágico. Cada uno de nosotros tiene una experiencia distinta de lo que es el terror o el bien común. Por tal causa, me parece que unas elecciones políticas a la medida humana tendrían que darle la espalda a los grandes poderes y encaminarse al reconocimiento de la diversidad y de la humildad económica. Lo pequeño es humano. Me detengo: el idealista que vive en mí quiere renacer y el perro —que también soy yo— comienza a ladrar y a incomodarse.

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