Condenamos a los promotores del racismo y la xenofobia como Donald Trump, quien ha instrumentado una agresiva política migratoria, particularmente en contra de mexicanos radicados en la Unión Americana. Cuestionamos leyes como la SB4 de Texas que permite a la autoridad preguntar sobre el estatus migratorio de cualquier persona y nos indignamos por las redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y las deportaciones masivas desde Estados Unidos. No obstante, en México el trato racista y discriminatorio se da de igual manera a los migrantes que cruzan nuestro territorio.

De acuerdo con la UNAM, en su investigación Imaginarios de la Migración Internacional en México, los mexicanos muestran un claro rechazo a migrantes provenientes del sur del continente, particularmente hacia nacionales de Guatemala, Honduras y El Salvador, que conforman el denominado Triángulo del Norte. No sólo se trata de discriminación por el origen, pues como menciona la Encuesta sobre Migración en la Frontera Norte y Sur de México, a ello se suman maltratos e incluso un pago inferior en comparación con mexicanos que desempeñan los mismos trabajos.

En nuestro país, la discriminación trastoca diversas esferas y nosotros mismos terminamos siendo destinatarios de ella. Esto se refleja en la movilidad social que se ha registrado en México en los últimos 50 años, donde existe una marcada influencia de las características raciales, la herencia de la posición social y el tipo de actividad laboral, tal como se aprecia en los resultados del Módulo de Movilidad Social Intergeneracional realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

En este sentido, aquellos individuos que autorreconocen su tono de piel en las escalas más claras son quienes alcanzaron mayores niveles de escolaridad y porcentajes de ocupación en actividades de media y alta calificación. Por lo contrario, mientras más oscuro es el color de piel de la persona, se presentaron menores niveles de escolaridad y los porcentajes de personas ocupadas en actividades de mayor calificación se redujeron.

Estos datos dejan un sabor amargo: no sólo quienes cruzan nuestro territorio en su camino hacia Estados Unidos o aquellos que desean asentarse aquí padecen de la discriminación, pues esta práctica se da también entre mexicanos, discriminamos hasta entre nosotros mismos.

Un México de racismo y discriminación no es mejor que el Estados Unidos encabezado por Trump, y ciertamente tampoco es el vecino que cualquier migrante centroamericano quisiera tener. Ejemplo de ello son las expresiones de un grupo nacionalista en contra de haitianos varados en Tijuana exigiendo su expulsión; u otros casos, como el de los indígenas tzeltales confundidos con guatemaltecos, que dan cuenta de haber permanecido detenidos 10 días a pesar de acreditar su nacionalidad mexicana.

Tristemente, en el México contemporáneo, el color de piel, el origen étnico e incluso la posición económica de origen influyen de manera significativa en la cohesión social y el desarrollo. Una sociedad dividida está condenada al estancamiento, y la discriminación racial hace más profunda la zanja. No podemos seguir con un doble discurso, en el que exigimos respeto a nuestros connacionales en Estados Unidos y aquí no les brindamos las oportunidades para crecer y desarrollarse. Ello, mientras discriminamos a los migrantes que cruzan la República mexicana o que por circunstancias diversas deciden asentarse en nuestro territorio.

Hace falta una genuina integración nacional en aras de generar un país más fuerte, pero no se logrará sin un tejido social amalgamado que incluya a migrantes y desplazados. Sólo así México podrá proyectarse exitosamente hacia el exterior como un país diverso, unido e incluyente.


Senadora por el PAN.
@GabyCuevas

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