Ya no sabe uno para dónde voltear por la violencia de las acciones o la, no menos peligrosa, de las palabras. De la descalificación del contrincante a la demonización del enemigo no hay más que un paso, y si alguien es tachado de manera tan absoluta, la agresión física no sólo se justifica, se vuelve necesaria, obligatoria. En ese “razonar” de radicales y extremistas encontramos el origen y la causa de mucha de la violencia que hoy tiene al mundo atribulado.

Lo vemos en Bangladesh, en Turquía, en Irak. Ya es muy poco lo que nos sorprende, nos indigna o escandaliza. El sentido de solidaridad de muchos se limita a expresiones de condolencia en las redes sociales, pero nadie reza por Estambul, por Daca, por Bagdad. Son muy pocos los que intentan entender las circunstancias que provocan la violencia, las reacciones de las partes afectadas, las diferencias esenciales entre quien profesa una religión y quien en su nombre recurre a los más abominables actos. La nacionalidad, la fe, la etnia, se vuelven etiqueta, descalificación, mancha indeleble.

De repente hay luces de esperanza: el New York Times relata cómo voluntarios en Canadá patrocinan a refugiados sirios, multiplicando así los recursos que su gobierno les destina y aumentando el número de perseguidos que su país puede acoger. El resultado: una nación multicultural, tolerante, abierta, cada vez más cosmopolita, con uno de los índices de violencia más bajos del mundo.

En el Reino Unido y EU, políticos irresponsables espantan con el petate del muerto de la inmigración para llevar a los votantes a los extremos del absurdo. Los británicos abandonan su espacio vital, azuzados por la retórica intolerante de UKIP y su dirigente, Nigel Farage, así como del bufón de Boris
Johnson, incapaz siquiera de asumir sus responsabilidades. En EU, Donald Trump ha logrado cautivar a un sector del electorado que se cree sus exabruptos de racismo, misoginia y xenofobia. Mientras más estridente e inverosímil el discurso, más atractivo y creíble resulta. Y si así es en dos de los países más desarrollados del mundo, no se puede esperar otra cosa de naciones con niveles de vida, de educación y de cultura cívica ínfimos.

En México no cantamos mal las rancheras, y el conflicto con el sector más extremo del movimiento magisterial, encarnado por la CNTE, es prueba de ello. A consecuencia de la cerrazón y maximalismo de los líderes sindicales nos topamos en un inicio con la negativa del gobierno a negociar, a dialogar. La ley no se negocia, fue (y es) el discurso, y no puedo más que coincidir con ello. Lo suscribo. Pero hay muchas cosas sobre las cuales dialogar. La cerrazón de ambas partes llevó a los sangrientos sucesos de Nochixtlán, vergonzosos por donde se les quiera ver, que obligaron a un diálogo en el que nadie realmente cree. La CNTE, siguiendo un libreto que tiene por lo menos medio siglo, busca provocar la represión, la violencia del Estado. Para ellos, eso agudiza las contradicciones del capitalismo y llevará eventualmente a su colapso. Se trata de demoler las instituciones, no de cuestionarlas o de ofrecer alternativas populares.

El gobierno se deja enredar y entrampar. Pierde la batalla de la imagen y las percepciones, a la vez que pierde el control de zonas críticas. Quienes abogan por la línea dura, por el manotazo, por el puño cerrado, no se dan cuenta de que están cayendo en el juego de sus enemigos. Cada acto de fuerza del Estado es utilizado para denunciar la agresión, la violencia, la imposición. Y la opinión pública suele simpatizar con el violentado, no importa quién tenga la razón.

Los duros de ambos lados piden sangre: unos exigen represión, otros actos de resistencia cada vez más violentos. Pierden, perdemos, la sociedad, los ciudadanos, el país.

Y los radicales, los ultras, se erigen vencedores pírricos.

Analista político y comunicador.
@ gabrielguerrac
gabrielguerracastellanos.com
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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