Hay sólo un paso, apreciados lectores, del desprecio por quien es o piensa diferente al odio, y de ahí un pasito más al insulto, la ofensa pública, la agresión verbal o física, la exigencia de exclusión, de marginación, de discriminación.

Me viene esto a la mente después de observar, con tristeza en el alma, lo acontecido en el aniversario de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Más allá de las divergencias entre las investigaciones oficiales y las independientes, pareciera haber coincidencia en que en esa noche fatídica las fuerzas policiacas de Iguala y de Cocula participaron en un operativo para agredir primero y secuestrar después al grupo de jóvenes normalistas. En el camino se atravesaron integrantes de un equipo juvenil de futbol, los Avispones de Chilpancingo de la Tercera División, que fueron también baleados, muerto uno de los jugadores y el chofer del autobús que los transportaba. Víctimas olvidadas, por cierto.

Yo no soy experto en investigaciones criminales, ni forense, ni perito. No he leído todos los expedientes. Dudo que muchos de los que aventuran hipótesis como si fueran la verdad bíblica estén calificados o hayan al menos leído los documentos. Un mínimo de seriedad, ya no digamos de ética personal, obligaría a cualquiera a reconocer sus limitaciones o desconocimiento del caso, pero eso no impide que muchos salgan por ahí a hacer afirmaciones que me parecen, cuando menos, temerarias. Desde los que proclaman en las redes sociales que #FueElEstado o #FueElEjército hasta los que señalan sin prueba alguna a los normalistas como cómplices del narco, o afirman que “se lo buscaron”, la irresponsabilidad es verdaderamente aterradora. Cada quien su agenda y sus intereses políticos, pero un caso tan grave debería obligar a la seriedad. Debería.

Lo que sí sabemos es que esa noche desaparecieron los 43 jóvenes de la escuela Normal de Ayotzinapa. Hijos de una de las comunidades más pobres y marginadas del país, con un historial de resistencia y lucha social y también víctima de excesos y abusos por parte de las fuerzas del gobierno en los años aciagos de la llamada Guerra Sucia contra la guerrilla, durante la cual murieron, desaparecieron, fueron encarcelados o torturados muchos, muchísimos mexicanos. Para quien realmente quiera conocer un poco más, no hay mejor relato que la obra maestra de Carlos Montemayor, Guerra en el Paraíso.

En cualquier país del mundo la desaparición forzada de 43 estudiantes, activistas, luchadores sociales o como usted guste llamarles constituye un escándalo mayúsculo, una tragedia, un llamado a la sociedad entera a protestar contra los criminales, contra los autores materiales e intelectuales, pero también contra todas las instancias de gobierno que permitieron el deterioro gradual de las cosas hasta llegar a un punto en que los agresores, los secuestradores y asesinos, fueran las policías.

Antier, que se cumplió un año de esta tragedia, las redes sociales rebosaban con mensajes. La mayoría, tristemente, eran de descalificación, de ofensa, de insultos gratuitos. Muchos contra el gobierno, muchos también contra las víctimas o contra sus padres, y algunos ciertamente pidiendo auténtica justicia y búsqueda de la verdad. Pero las voces de la razón eran las menos, y las de la descalificación o la manipulación eran las más.

Y a eso me refería al inicio de este texto, queridos lectores. Las grandes crisis, las grandes tragedias, sacan lo mejor o lo peor de las naciones, de las sociedades, de las personas. Y en el aniversario de la mayor tragedia de derechos humanos de nuestra historia reciente pesaron más el odio y el desprecio, el desprecio y el odio, hacia los que se atreven a pensar o a ser diferentes, hacia las víctimas.

Qué triste y lamentable.

Analista político y comunicador
@gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos.com

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