El discurso de odio de Donald Trump ha cobrado su primera víctima: un indigente de origen mexicano fue salvajemente golpeado y humillado por dos hermanos buenos-para-nada, ni más ni menos que en Boston, supuesto bastión del liberalismo y la tolerancia de los EU originarios: Nueva Inglaterra. Cuando pensamos en racismo y discriminacion en Estados Unidos, viene a la mente el sur profundo, la frontera con México, Florida incluso. Pero el noreste es, o era, otra cosa.

El incidente es deplorable por donde se le vea, pero más allá de los barbajanes, que los hay en cualquier parte, preocupa por la declaración de uno de los atacantes, posterior al acontecimiento, de que “Donald Trump tiene razón, hay que deportar a todos esos ilegales...” Eso demuestra que la retórica trumpiana está calando en un sector creciente de la sociedad, sin reconocer ya límites geográficos ni sociales.

Donald Trump ha irrumpido en el escenario electoral estadounidense con un estilo agresivo, irreverente e irrespetuoso. Se ha metido con todos sus rivales, ha insultado a países y grupos étnicos, mostrado su misoginia y se ha convertido en el rostro visible de una clase media venida a menos que está llena de temores, de prejuicios y resentimientos, y encuentra por fin a alguien que articula todo lo que llevan años tratando de expresar.

Los últimos treinta años han sido de altibajos económicos para EU, pero con una constante: la pauperización de las clases medias y el aumento imparable de la desigualdad. Hoy los pobres son igual de pobres y los ricos son mucho más ricos, pero los clasemedieros se encuentran mucho más cerca de los primeros y mucho más lejos de los segundos. La envidia y el resentimiento contra el así llamado “uno por ciento” que vive en los lujos y excesos por un lado, pero también el miedo y el desprecio a los pobres, a los que sienten más cerca que nunca, como una marea que sube y amenaza con ahogarlos.

El populismo encuentra terreno fértil en esa mezcla de envidia y temor. Y el simplismo de Trump resuena precisamente en las mentes de quienes creen que existen respuestas sencillas para sus problemas, que sus enemigos son tan etiquetables como las caricaturas que dibuja el multimillonario, que la realidad puede cambiarse construyendo muros, deportando a millones, ignorando al resto el mundo, insultando y agraviando a los demás, maltratando a los más desafortunados.

No hay en Donald Trump una fibra de autocrítica, de sensibilidad, de prudencia. Esa es su personalidad, o su desorden de personalidad. Esa es su marca, que promueve tan bien porque le sale del alma, de la entraña.

Por eso, cuando se le confronta con la noticia de la golpiza al indigente latino, que dicho sea de paso NO es indocumentado ni “ilegal”, lo único que se le ocurre a Trump es decir que sus seguidores “son muy apasionados. Aman a este país y quieren que vuelva a ser grande. Son apasionados.” Lejos de una condena, ya no digamos de una disculpa, eso suena a un elogio, a una incitación a seguir ese camino. Si alguien golpea a un pobre hombre indefenso en la calle, creyendo que es un inmigrante sin papeles, lo está haciendo por pasión, porque ama a su país.

Viven, en EU, cerca de 25 millones de personas de origen mexicano, muchos de ellos, la mayoría, ciudadanos estadounidenses o migrantes con sus papeles en regla. Hoy, gracias a la verborrea de Trump y la idiotez de muchos de sus seguidores, todos están un poco menos seguros, un poco más vulnerables.

Así pasa con la retórica del odio y la descalificación. Crece, se multiplica, se vuelve aceptable, y lleva entonces de las palabras violentas a los actos violentos. Lo estamos viendo nacer, mal haríamos en ignorarlo.

Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac

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