Los órdenes global y nacional experimentan tensiones en sus estructuras fundamentales. Las democracias de la Alianza Atlántica no pueden contener el éxodo que desafía su capacidad demográfica y administrativa desde el Sur y el Oriente Medio. A la vez, este bloque no puede ponerse de acuerdo en cómo poner fin a los conflictos en esa última región, en parte porque el diálogo con Rusia y China está cerrado en ese respecto. Las economías del Sur atraviesan por severas crisis ocasionadas en gran medida por la desaceleración de las economías fuertes: Estados Unidos, China y Europa enfrentan estancamiento y declinación.

Asuntos fundamentales como la migración ilegal o forzosa, el cambio climático, la salud pública y el gasto militar polarizan a los actores principales de los países avanzados. Después de la redoblada carrera de vetos mutuos que escenifica Estados Unidos, en el Reino Unido emerge un nuevo laborismo radical que entrará en disputa con las posiciones del partido conservador. Las democracias más avanzadas pueden degenerar en “vetocracias” incapaces de salir del estancamiento en la gestión de acuerdos fundamentales para el desarrollo de sus países y la orientación del orden global.

Una de las causas de esta compleja situación está en la promoción deliberada de conflictos sin salida por parte de la derecha más ideologizada. Temas como los mencionados (migración, salud, medio ambiente y defensa) provocan empates de las fuerzas políticas y dilaciones en la formulación de políticas. Hay en esta polarización un ingrediente de insensatez y ultrismo que rema contra exigencias elementales y el sentido común.

Tras estas formas de parálisis hay también cambios en la composición de los factores necesarios para la decisión pública que nos dejan perplejos. Uno de ellos es la variedad y heterogeneidad de las preferencias sociales que es imposible unificar en fórmulas singulares de expresión política. Los partidos, como unidades de reunión y expresión de la forma de pensar el destino de lo público por parte de los ciudadanos, han quedado rebasados en todas partes. Proliferan brotes de organización política que se pretenden más auténticas que las previamente existentes. Sin embargo, parecen más un síntoma del problema que una solución a la polarización y la heterogeneidad, al parecer irreductible a un común denominador.

En este aparente caos progresa el desaliento sobre las formas de la democracia representativa. Se agrega a ello que las disparidades sociales y económicas no pueden ser “resueltas” por ella y que debiera buscarse una superación de esas formas en modelos políticos “alternativos”. Ciertamente, las formas de la democracia no son las mismas desde que esta comenzó a instituirse en el mundo moderno hace más de doscientos años. Más aún, se puede aceptar que la “democracia” como gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo no se ha realizado en ningún lugar en los tiempos modernos. Lo que no se puede desechar es que el concepto de democracia representativa sigue siendo un campo fértil (el único) para la regeneración del autogobierno. Si las formas actuales son insuficientes e, inclusive, contraproducentes, no así las posibilidades de innovación de la democracia representativa, pues ésta siempre estará al alcance cuando se trate de responder a tres principios básicos: generar bienes públicos de acuerdo a la configuración del bienestar colectivo, someternos equitativamente al imperio de la ley legítimamente establecida y dar cuenta a la sociedad de los actos de gobierno. Aun los pueblos que han “aceptado” el despotismo buscarán sacudírselo tarde o temprano. La democracia no falla en sus principios, sino en sus formas capturadas o encapsuladas. La imaginación para modificar estas sin traicionar aquellas es el reto principal. Suprimir los principios para cambiar las formas es caminar hacia la regresión y la esterilidad.

Director de Flacso en México.

@pacovaldesu

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