Nietzsche acuñó el eterno retorno y en México lo convertimos en sistema político: cada seis años elegimos al PRI o a la versión más parecida a él. En México, la idea política del progreso es subir únicamente para doblar y regresar al principio. “Empezamos el sexenio con reformas estructurales de privatización que prometían abrirnos la puerta del desarrollo y el primer mundo; acabamos con una crisis social y económica severa”. Redacto esta frase no porque me parezca muy lúcida sino porque se presta para una deshonrosa trivia: ¿A qué sexenio refiere? ¿Salinas o Peña? Cuando los patrones de malas decisiones electorales se repiten el masoquismo se vuelve democrático. En 2012 México aclamó el regreso del PRI; es difícil entender las expectativas colectivas de sus votantes. ¿Qué esperaban encontrar en el PRI que no se hubiera manifestado en 71 años? Quizás una ratificación más de que el tiempo pasa pero el PRI siempre es el PRI. Seis años es el precio a pagar para acordar colectivamente el valor de una tautología.

La reforma energética de 2013 destruyó uno de los hitos simbólicos de la revolución que da nombre y sustento político al partido: la expropiación petrolera. Esto de ninguna forma sorprendió, el PRI es camaleónico, pragmático y muy dado a construir narrativas desde la contradicción. El presidente vendió la reforma como la posibilidad de un bienestar generalizado, el más obvio de los beneficios sería una baja en el precio de los combustibles. Cuatro años después de aquella grandilocuencia, el precio de combustible sufre un alza dramática. Las inconsistencias se han vuelto marca de casa; cuando defendieron el peso como perro, el peso se devaluó, cuando entramos a la modernidad, Chiapas ardió. Y sin embargo, en la narrativa partidista, ello no tiene nada que ver con el gobierno. Hace dos años el Presidente se quejaba de los bajos precios internacionales del petróleo y afirmaba que éstos eran los responsables del bajo crecimiento económico; ahora el Presidente se queja de los altos precios del petróleo y los señala responsables de la crisis actual. Pase lo que pase ellos no tienen la culpa, el problema siempre viene de fuera y acaba por superar ‘las buenas voluntades’.

El descontento también tiene sus beneficios oficialistas. En medio de un clima cargado de malestar social, “espontáneamente” surgieron saqueos y campañas diseñadas para crear pánico. En Twitter se crearon casi 500 cuentas falsas (bots) que empezaron a replicar un mensaje de alarma. La campaña mostraba todos los síntomas de un esfuerzo orquestado, planeado y financiado. Es difícil determinar quién pudo haber construido una campaña así, lo que es cierto es que el resultado es claro: se consiguió crear pánico social y con ello desmotivar la protesta, y distraer. Lo que empezó como indignación hacia el alza de los precios de la gasolina, acabó con pánico de salir a las calles. ¿Casualidad? La historia lo vuelve difícil de creer.

En medio de todo el caos, el presidente decidió nombrar a Luis Videgaray como secretario de Relaciones Exteriores. La lógica es la de la frivolidad y la sumisión. Luis Videgaray fue designado canciller en gran parte porque el gobierno confía en su habilidad de negociar con Trump. La política siempre falla cuando una decisión es basada en dos tuits. La ingenuidad es costosa. Es difícil creer que Trump vaya a tener una relación de deferencia con Videgaray, pero es obvio ver que ante la ofensa y la agresión, el gobierno ha elegido la sumisión. Quizás habríamos de haber aprendido de Moctezuma que ante el enemigo uno no se dobla. Con toda su trayectoria, el PRI conoce mal la historia.

Un sexenio que empezó con privatizaciones, tecnocracia y mucha pompa y que acaba con crisis, violencia y enojo. Podría estar hablando de cualquier sexenio del pasado reciente, pero la política del eterno retorno dicta que la descripción siempre es tiempo presente.

Analista político.

@emiiolezama

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