Como si algo le faltara al año; antier murió Fidel Castro. En las calles de Miami, muchos cubanos destaparon la champagne; en muchos otros rincones del mundo, los mesurados encendieron un puro para reflexionar sobre su muerte. “¿A quién se le ocurre nacer héroe en tiempos de mercaderes, Fidel?” preguntó el poeta Jaime Sabines. ¿A quién se le ocurre morir dictador en tiempos de demócratas? preguntarán los liberales. Su legado ya está siendo diseccionado por los periódicos; pero el único que ha logrado capturar la verdadera noticia en su muerte ha sido Le Monde: lo que sorprende no es que Castro haya muerto, es que aún sin él, Cuba sobreviva.

Me niego a caer en la aburrida y fácil corrección política que se ha adueñado del periodismo contemporáneo. Con todos sus agravios, Castro fue una figura que me inspiró. Pero también debo ser honesto conmigo mismo. Como muchos, debo más mi exaltación de su figura a una visión curada por mí que a una realidad absoluta, si es que ésta existiera. Me interesa más el Castro imaginario que a veces me persigue por los barrios de la Ciudad de México, que el Castro de los documentales y las biografías. Admiré al Castro-símbolo, no necesariamente al Castro-humano.

Sería exagerado presumir que conocí al Comandante, pero puedo decir que entre las tantos cosas que he estado a punto de hacer en mi vida, esa fue una de las más memorables. Si el sociólogo Mark Augé construyó un concepto del no-lugar, yo he perfeccionado el mio del casi-encuentro.  Era el 2003 y tenía 16 años. Mi padre asistió a una reunión del CLACSO en Cuba y yo me colé en el viaje. Siempre me ha costado imaginar de qué hablarán los padres de derecha a sus hijos, nuestra complicidad en esos días giraba en torno a escribir poesía y hablar de las izquierdas latinoamericanas. Como buen adolescente que ha acabado con Cortázar y Neruda pretendí entender a Marx, amar al Che y sufrir a Nietzsche. Ir a Cuba era la culminación de una adolescencia bien redondeada.

Me acuerdo que llegamos al hotel en un cocotaxi, una reivindicación fruto-vehicular de la que solo Fidel podía tener autoría. La isla no decepcionó; no alcanzamos boletos para el Tropicana pero en el lobby del hotel nos encontramos a Noam Chomsky, en el vestíbulo a Robert Dahl y en un elevador a González Casanova. Los mitos se movían por el hotel cubano como si estuviéramos en el set de una película de Wes Anderson.

En la cena, mi papá me regaló un pasé para entrar con él a la Conferencia: Fidel Castro daría las palabras iniciales. Mi emoción fue rápidamente atemperada por la voz del Comandante. Los organizadores ofrecieron audífonos con traducciones al inglés y al español; miré confundido como el Ministro de Juventud pedía un par de auriculares. Pronto entendí la razón; no se le entendía nada: Si habría de haber revolución, esta tendría que ser pantomimada.

Cuando al día siguiente Noam Chomsky acabó, el Comandante rápidamente pidió la palabra. El encuentro de los dos símbolos de la izquierda fue menos glorioso de lo que uno podría esperar. Agobiados por la pregunta interminable de Castro, mi papà y yo nos dirigimos a la Bodeguita del Medio y dos horas después aún regresamos a tiempo para el cierre. Chomsky ha tenido dos grandes resistencias heroicas; todos conocen su participación activa en la lucha por los derechos civiles de 1967, pero pocos saben el ahínco con el que luchó contra el sueño aquella noche que el Comandante le hablaba.

Al acabar la conferencia me acerqué en busca de un saludo de Fidel; a dos metros de distancia, un brazo cubano me detuvo con una sonrisa amable. “¡Comandante! -le grité en mi desesperación y vi sus ojos caer sobre mi y su mano hacer un pequeño aspaviento. Una foto capturó el momento en el que casi conocí al político que definió el siglo XX.

Los fines de semana me gusta caminar al Café La Habana de la Ciudad de México, donde él y el Che Guevara planearon la revolución. Hay algo que me conmueve profundamente en la historia de dos exiliados tomando café y planeando una revolución en un lugar que lleva el nombre de su futuro reino. Que lo hayan logrado y hayan resistido tantos años el embate del imperio más poderoso del mundo, justifica la razón por la cual intento planear todos mis grandes proyectos en la esquina de ese café. Fidel se ha ido, pero para algunos de nosotros su vida permanece como un símbolo de que no hay sueño pequeño cuando es procurado con un amigo en un café.


Emilio Lezama
Director Los hijos de la Malinche
www.loshijosdelamalinche.com

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