2017 será el año de la Constitución en México. Con toda seguridad habrá toda clase de celebraciones; desde los clásicos foros de discusión, hasta obras completas que comentarán artículo por artículo el texto político-jurídico que por 100 años ha dado, y en la actualidad sigue dando, sustento institucional a nuestro Derecho interno.

Todo jurista lo sabe: la Constitución mexicana de 1917 ha sufrido tantos cambios que resultaría casi irreconocible si fuese comparada con aquel texto que le dio origen. Pero no todos esos cambios han sido para mal. Algunos puristas piensan, como muchos especialistas en la materia argumentan, que una Constitución no debería sufrir tantas reformas ni tantas modificaciones como la nuestra. El ejemplo más pronto y claro que siempre se da, es el de la Constitución de EU, que goza de una vigencia indiscutible en su vida jurídica, política, pero sobre todo, social, y que sólo ha sufrido un puñado de reformas o adiciones con el paso de los años.

Empero, me inclino a pensar distinto que ellos. Nuestra realidad, en términos jurídicos e institucionales es otra, por razones de diseño. Una Constitución en un sistema como el nuestro debe ser un organismo vivo. Un documento que debe tener la virtud de reflejar la vida social, los intereses ciudadanos y los avances jurídicos y políticos de la época a la que representa. Un texto tan detallista y minucioso como el nuestro, porque así hemos decidido su diseño, el cual es distinto al de aquellos que son redactados con una textura abierta y ampliamente interpretable con la que otros textos han sido redactados, como la estadounidense por ejemplo, deben irse modificando con el paso de los años.

Como muestra de ello, me parece interesante prestar atención a la fortaleza e importancia que los Poderes Judiciales han ido tomando en la vida pública del país gracias, precisamente, a este tipo de modificaciones y reformas al texto constitucional. Por ejemplo, pienso que la primera gran reforma, la que comenzó a dar una configuración más representativa y a dotar de un papel democrático a los Poderes Judiciales en nuestro país, fue la reforma de 1951 durante el gobierno de Miguel Alemán. Reforma que amplió la jurisdicción de los Tribunales Colegiados para conocer de los juicios de amparo, quitándole esa exclusividad a la Corte. Esta reforma auxilió en dos sentidos a la Judicatura y a la sociedad: por un lado, promovió la cultura judicial entre la población para defender sus derechos, dando cabida a todos los asuntos potenciales, así como sirvió para desahogar a la Suprema Corte de asuntos de baja trascendencia jurídica. Es decir, esta reforma ya apuntalaba la idea de un Tribunal Constitucional, no en forma completa pero sí en su génesis.

La segunda gran reforma fue la de 1987, la que estableció que la Corte sería la máxima instancia de interpretación constitucional. Esta reforma, en realidad, fue un detonador que desató el cambio de nuestra vida judicial. Una cascada de reformas se logró con ella, mismas que beneficiaron y robustecieron el papel de la Judicatura nacional en la vida democrática de país; sabemos que algunas de esas reformas son las posteriores de 2007 y 2011.

Gracias a la reforma de 1987 se logró cambiar el rumbo de los Poderes Judiciales en México, y esto lo hizo en dos sentidos: se modificó la relación que guardaba el Poder Judicial frente a los otros Poderes del Estado; ocupando, ahora sí, el papel de contrapeso en la balanza nacional que le correspondía. Y, también, dotó de nuevas facultades a los jueces, permitiéndoles ser los maquinistas reales de la Constitución en nuestro país. Esta reforma, como he dicho, abrió la puerta para otras reformas constitucionales que, hoy por hoy, seguimos implementando: como la penal, pero también los cambios en materia civil, mercantil y familiar.

Estas reformas han redituado mucho en la consolidación democrática de México, como en la protección efectiva de nuestros derechos. Sin ellas, sería impensable que en los años que vivimos se lograra una consolidación del Estado de Derecho, contrario a lo que los puristas argumentan. Estas reformas han sido y fueron respuestas prontas e inteligentes ante los años que se vivían y los que se presumía vendrían. Reformar la Constitución no es cosa grave, lo que es grave es reformarla sin genio ni ingenio.

Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México

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