Si algo saben los que viven en una democracia, y algo estamos aprendiendo los que comenzamos a vivir en una, es que ésta implica un delicado equilibrio entre factores normativos y conceptuales que no siempre son armónicos.

Tras el prisma del liberalismo, uno de los retos democráticos más grande es el de construir un terreno lo suficientemente plano como para que puedan coexistir binomios en ocasiones opuestos: pluralismo y unidad, orden y libertad, regla de la mayoría y derechos de las minorías, la palabra del legislador y la palabra del juez, consenso y disenso. Este juego de binomios opuestos no es cosa nueva, al decir esto no estamos descubriendo el hilo negro. Lo sabía Rousseau, lo sabía Hobbes, como lo sabía Kant; y todos han coincidido en que el trabajo de los demócratas se ubica, precisamente, en detectar esta clase de contradicciones y en buscar las vías de armonización.

La democracia es un delicado sistema de equilibrios el cual, sin la atención de manos diestras corre el peligro de desmoronarse.

Uno de esos binomios consiste en la famosa dicotomía establecida por el liberalismo entre el ámbito público y el ámbito privado. Dos conceptos importantísimos para comprender los modernos sistemas jurídicos y políticos. A pesar de que conceptualmente ambos términos difieren, se denotan ámbitos normativos distintos, en términos reales, sus fronteras no tienden a ser tan nítidas como conceptualmente parecería. No logramos ver con completa y entera claridad cuándo termina uno para dar comienzo al otro.

Tenemos ideas y reglas claras aportadas por el liberalismo para distinguir entre ellos. Sabemos que lo privado no es de la incumbencia de lo público. Y que lo privado no debe involucrarse en lo público; una de las reglas centrales de las democracias liberales es que la razón pública no se vea contaminada con nuestros deseos personales, nuestras creencias individuales, o gustos subjetivos. Al menos, esta ha sido la estructura argumentativa de la Suprema Corte para decidir casos tan relevantes como el de matrimonio entre parejas del mismo sexo y la despenalización del aborto.

Sin embargo, como he dicho, no todo es tan sencillo. Las fronteras no siempre son detectadas con tanta facilidad. Es por ello, que el tema de la protección de los datos personales, dentro de un área que es, por antonomasia, pública, esto es, de interés público, del interés de todos, (cómo, por qué, dónde y cuándo se juzga a una persona) es una cuestión tan importante.

Ya en términos más específicos, el reto que tenemos frente a nosotros es el de armonizar conceptos que tienden a colisionar en la práctica: la protección de datos personales dentro de un proceso jurisdiccional que es por definición transparente. La tensión es menor en juicios de carácter civil, familiar o mercantil, que son de carácter privado por la materia de su litis, empero, en los juicios penales que se entienden como públicos, la tensión es mucho más recalcitrante. En ellos se juzga una acto que se presume afectó un bien público o del Estado. No obstante, al mismo tiempo, el mismo sistema debe respetar uno de los principios que le dan vida: la presunción de inocencia. Dicho principio nos obliga a proteger la dignidad, la identidad y la reputación de cualquier inculpado hasta que se compruebe lo contrario.

¿Cómo satisfacer ambos requerimientos simultáneamente? Esta es una de las tareas que tenemos pendientes y a las que los Poderes Judiciales debemos dar una respuesta pronta y oportuna en aras de proteger tanto el sistema de justicia penal y sus principios, como a los individuos que son juzgados en él.

Presidente de Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal

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