Es curioso que hoy se hable del sistema de justicia penal anterior con añoranza, como si se tratara de uno eficaz, eficiente y guiado por la equidad, cuando en realidad era (es) fundamentalmente ineficaz, ineficiente, opaco y violento. Se trata de un sistema burdamente injusto y, en muchos sentidos, criminal.

En este sistema, una persona puede ser acusada falsamente, permanecer años encarcelada sin sentencia (en prisión preventiva) para luego ser liberada por falta de pruebas. O puede ser sentenciada por años teniendo como única prueba una confesión obtenida con golpes y/o amenazas. Las numerosas víctimas de delitos en nuestro país son ignoradas por este sistema, especialmente si son pobres. Los pocos delitos que se resuelven son iniciados por flagrancia, porque se encontró a la persona con las manos en las masa (o la droga en el bolsillo), no porque hubo una investigación del delito. El sistema nunca ha dado pruebas de culpabilidad sino de pobreza. Sanciona sistemáticamente a personas con características parecidas: jóvenes que vienen de contextos marginados, sin oportunidades económicas o sociales. En suma, se trata de un sistema penal caro que, sin rendir cuentas, ha sancionado la pobreza y el descontento social, no a quien infringe la ley.

En un esfuerzo por cambiar esta realidad se reformó el sistema penal. Las —no tan nuevas— leyes obligan a policías, fiscales y peritos a presentar pruebas, más allá de la confesión, para sujetar a alguien a proceso y a argumentar la necesidad del uso de medidas cautelares como la prisión preventiva. Obliga también a jueces a hacer públicos los razonamientos detrás de cada resolución. Se trata de una transformación sustancial, pero no radical. Se exige lo razonable: que las autoridades investiguen los hechos y ofrezcan pruebas que sustenten sus acusaciones. Cuando se aprobó, se otorgaron ocho años (más que un periodo presidencial y lo suficiente para entrenar a 5 generaciones de abogados) y se asignaron miles de millones de pesos para la implementación. Solamente la Federación gastó ¡15 mil millones de pesos en ocho años para esto!

Pero a pesar de los recursos gastados y los plazos otorgados, poco parece haber cambiado. Hoy nos enteramos que no existe personal capacitado para actuar bajo el modelo acusatorio. Los fiscales no saben investigar delitos ni obtener pruebas sin tortura. No pueden argumentar por qué se necesita usar prisión preventiva en un caso determinado. Las policías no son capaces de resguardar la evidencia sin contaminarla y hacerla inservible en juicio. Lo que tenemos en cambio son gobernadores, legisladores y funcionarios federales arrepentidos de haber cedido ante el reclamo contra la impunidad que motivó la reforma. Sin evidencia alguna culpan al sistema acusatorio del aumento de la violencia y piden poder seguir usando un poquito de tortura y mucha prisión preventiva. “Hipergarantista” es el nuevo insulto lanzado contra quienes nos negamos a aceptar un sistema que sirve para solapar la incompetencia y la impunidad.

El discurso que impulsa la vuelta atrás del sistema acusatorio no es nuevo. Es el mismo que empuja la Ley de Seguridad Interior y que en su momento impulsó la miscelánea penal. Es la lógica que afirma que para tener seguridad se debe renunciar a ciertos derechos y que contrapone la seguridad con la Constitución. Ni la impunidad ni la falta de policías y fiscales capacitadas son el problema. El problema son los derechos. Lo relevante es mantener creíble la amenaza de un sistema que sanciona con fuerza, aunque sea discrecionalmente y sin legalidad. ¿A quién conviene que el sistema se mantenga como está? ¿A quién conviene la impunidad como eje del sistema que queremos abandonar?

División de Estudios Jurídicos CIDE.
@ cataperezcorrea

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