En México ya no nos sorprendemos del aprovechamiento abusivo e indebido que algunos hacen en su beneficio de los bienes y la infraestructura públicas, que son productos derivados de la puesta en marcha de un sistema formal de normas, reglas y recursos presupuestales, en perjuicio de la mayoría.

Así, ya no sorprende que organizaciones abusivas, controladas por pocas personas, se apropien de las calles y las plazas para instalar mercados y tianguis en donde florece, efervescente, el comercio informal que genera carretadas de dinero en cuotas y ganancias, que no terminan en las arcas públicas.

Así, a nadie sorprende que la red carretera y su mantenimiento, sirva para aligerar los costos de grandes empresas que, por si eso fuera poco, los rebajan aún más usando en forma homicida camiones con cabinas de doble carga, en abierta violación al derecho de tránsito libre y seguro del resto de los usuarios, mismo que la Constitución protege desde un punto de vista formal.

Así, tampoco sorprende que sólo algunas personas privilegiadas utilicen los recovecos de informalidad y favoritismo permitidos por el sistema de justicia, para evitar reparar las consecuencias de sus conductas ilícitas, rompiendo así el principio de igualdad ante la ley.

En todos estos casos, donde sólo algunos ganan en perjuicio de la mayoría, esa expropiación de los bienes públicos se realiza con la anuencia u omisión de las autoridades encargadas, precisamente, de protegerlos en beneficio de todos, lo que alimenta la impunidad y lastima el Estado de derecho.

Por eso, me parece un rasgo ominoso para nuestro tímido desarrollo democrático, que la evolución de la informalidad caracterice ya también a nuestra realidad electoral.

En efecto, nadie puede negar que contamos con un sistema electoral formal, de acuerdo al cual las elecciones se realizan recurrentemente, en donde participan organizaciones políticas legalmente registradas, de acuerdo con normas y reglas establecidas e instituciones que existen y funcionan a partir de las mismas.

Sin embargo, como las elecciones celebradas hace unos días nos demuestran, tampoco nadie puede negar que existe un sistema electoral que opera en paralelo, en la más abierta informalidad a los ojos de todas las personas y ante el cual las instituciones formales, no parecen querer decir algo.

Para nadie es un secreto que los votos se compran y se venden; que los votantes se alientan o amedrentan según el interés del partido que puede alentarlos (normalmente con dinero público) o amedrentarlos (pues no debe obviarse que de este sistema paralelo participan todos los partidos, sin distinciones); que los recursos presupuestales se usan para fines electorales en contra de lo que las leyes señalan; y que, incluso, la aparente pureza sacrosanta del conteo de votos puede ponerse en duda, tal como lo demuestra la existencia incontrovertible de más de 70 actas de casilla duplicadas, lo que pone en vilo la validez de alrededor de 30 mil votos en la elección reciente del Estado de México.

Son muchos los costos de la informalidad, pero sin duda uno de los más onerosos es la incertidumbre. En México no sabemos si lo que compramos en el tianguis cumple con normas sanitarias o no; no sabemos si compramos productos robados o no; si tendremos la mala suerte de encontrar un doble-remolque despistado en cualquier curva; pero tampoco sabemos, a diferencia de lo que la elección británica de la semana pasada mostró al mundo sin necesidad de impugnaciones, si los votos que se cuentan son los votos que la mayoría quiere que cuenten. Vaya riesgo.

Socio Director del Centro por un Recurso
Efectivo, A.C.
@carpervar

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