El caso de la sentencia dictada por el llamado #JuezPorky pone de manifiesto algunas afecciones de las que adolece nuestro sistema judicial y que hacen urgente su revisión y cambio.

La primera es una especie de afasia que se manifiesta en la incapacidad de algunos impartidores de justicia por reconocer la violación a los derechos de una persona, incluso cuando el daño es manifiesto en sus propias resoluciones.

No haré un recuento del escarnio que la resolución en el juicio de amparo 159/2017 produjo en redes sociales para su emisor. Lo que sí es imposible pasar por alto es la tentativa del mismo juzgador por abandonar el asunto argumentando que, fuera cual fuera su resolución, su actuar generaría críticas.

Parecería que el juez no está al tanto de que, de acuerdo con estándares internacionales, quienes imparten justicia deben comportarse con absoluta integridad tanto en el ejercicio del encargo como en su vida privada, lo cual no cuadra con la intención de un juez por dejar un asunto sólo porque lo critican. Si el juez fue amenazado o extorsionado antes o después de decidir, debió hacerlo del conocimiento de las autoridades correspondientes. Si se sintió vejado por las críticas hechas a su resolución, es claro que no entiende su papel como juzgador.

Los estándares internacionales de integridad judicial señalan que el derecho de acceso a la justicia consiste no sólo en que se haga justicia, sino también en que toda persona pueda ver cómo se hace justicia. En otras palabras, todos tenemos derecho a que, una vez que el juez ha emitido su sentencia, nada impida que la misma sea hecha del conocimiento público con el fin de ser escrutada y revisada incluso con severidad. En una democracia tecnológicamente interconectada, ser juez implica no reaccionar a la opinión negativa de la gente dejando el trabajo por lo que la gente opina, mucho menos si el mismo juez, tal como sucede aquí, es incapaz de reconocer el caso de abuso sexual que su propia sentencia describe.

Por su parte, el Consejo de la Judicatura Federal adolece de un tipo de afasia normativa, pues ha decidido suspender al juez sin percibir lo evidente: el asunto no se ha concluido judicialmente. La decisión del Consejo no puede ver que sus normas disciplinarias y su aplicación están cometiendo una abierta injusticia al separar al juez de su trabajo en un momento en el que la abominable resolución es aún verdad legal, pues no ha sido siquiera impugnada.

El caso importa por muchas cosas, principalmente porque no debemos permitir que los derechos de Daphne sean pisoteados, pero también vale por demostrar la urgente necesidad de revisar y modificar las normas que, sobre integridad en la función judicial, tenemos a partir de estándares internacionales ajustados al principio de máximo respeto a los derechos humanos.

De no hacerlo, corremos el riesgo de que cada vez más jueces asustados por reacciones, likes, dislikes y trending topics, legítimos o no, dejen de hacer su trabajo con imparcialidad o, lo que es igual de grave, estén sometidos a la amenaza permanente de ser sancionados abusivamente sólo por trabajar.

Socio director del Centro por un Recurso Efectivo, A.C., y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Iberoamericana, y Amparo en la UNAM

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