Nos llamaban los tres bandidos. El apodo nos lo puso un cámara de la BBC en aquel Kabul frío, derruido y bombardeado del 2001. Jorge Pliego y yo les engatusábamos con nuestro verbo fácil hablando sobre México y las muchachas. Raúl Guzmán —el Fogón— tomaba prestadas botellas de vodka que nunca devolvíamos.

Y es que era la guerra. La guerra de Afganistán, donde sólo sobrevivían los más fuertes, los ladinos y también los despabilados y trotamundos y truhanes y lazarillos e inconformistas y todo ello al mismo tiempo, pero eso sí, con corazón. Porque así era Jorge —mi Jorge, nuestro Jorge Pliego— un corazón de niño universal, un alma elevada que desbordaba dádivas y generosidad.

Le conocí hace treinta años, cuando éramos unos imberbes intelectuales. Nos hermanamos en Afganistán en la noche febril, donde la luna sangraba aún más, donde el tableteo de las armas se había convertido en algo tan rutinario como un despertador.

Allí, en aquel infierno, viví en la gloria gracias a Jorge Pliego y Raúl Guzmán —su alter ego, Pliego en la sombra—.

Los días me los hicieron más fáciles. Porque aquel tipo bajito como yo, tenía un don de gentes espectacular. No sabía decir “yes” pero, sin embargo, se hizo amigo de todos los compañeros periodistas británicos y estadounidenses.

Fue valiente hasta la inconsciencia, cuando las tropas del general Dostum casi nos masacran una mala noche donde sólo estaba de testigo el AK-47. Fue aguerrido hasta la locura esperando paciente grabar una mina que estalló a escasos metros. Fue creativo, como cuando me sugirió que hiciera un reportaje de la “bolsa de valores” afgana que se reducía a un puñado de desquiciados que se partían la cara hasta desmayarse por el cambio de dinero negro.

Fue humano, extraordinariamente humano, como cuando una mujer envuelta en su burka le pidió que se llevara a su hijo en aquellos campos de la muerte a menos 15 grados en Mazar-el-Sharif. Aquella mujer le entregó al niño y Jorge quiso llevárselo a México. Aquella criatura se iba a morir y con Jorge viviría. Pudimos persuadirle al final de que aquel acto, que desprendía humanidad, no era posible.

Hay tantas anécdotas que podría contar de Jorge Pliego que no lo voy a hacer. Jorge Pliego y Carlos Loret y Julio González y Raúl Guzmán y Lalo Salazar y quien escribe este artículo en honor a la memoria de Jorge sabemos que la mejor anécdota del reportero de guerra es aquella que no se cuenta; que se muere cuando se muere uno y se va con él a deambular por el Infinito de la Luz.

Con esas anécdotas que te hacen reflexionar y madurar y sentirte distinto, como así nos sentimos los que flirteamos con la muerte en las guerras, esas malditas guerras que aborrezco pero que sin ellas tampoco puedo vivir.

Así somos los corresponsales de guerra. Así era Jorge, mi Jorge, nuestro Jorge, un intrépido reportero, un hombre que vivió tan intensamente que confundía las noches con los días y éstos con las noches; un hombre con una intensidad vertiginosa, con una vitalidad que despedía vida, la misma que una maldita enfermedad ahora se lo ha llevado.

Al soñador, al romántico, al amigo, al padre, al compañero de aquí y de allí, sólo puedo tener palabras de gratitud infinita. El vacío que tengo es ilimitado; percibo un dolor sordo en el estómago al pensar en Jorge y ver que ya no le encuentro, pero sé que está bien. Lo sé porque me lo dijo días antes de morir; me lo dijo hace 22 días. Pude hablar con él por teléfono a través de FaceTime. Jorge me dijo que no tenía miedo de la muerte porque sabía que era como ir a Afganistán. Aquellas palabras me reconfortaron tanto que he pensado en volver a Kabul y buscarle. Seguramente su alma deambula por los cafés de Chicken Street, galanteando a alguna periodista gringa. Ese era Jorge, mi hermano Jorge.

alberto.pelaezmontejos@gmail.com

Twitter @pelaez_alberto

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