Los espeluznantes lamentos de otoño (1)
I
Los días transcurren envueltos en caos y pesadillas. Incluso en un soleado mediodía de otoño, no podemos escapar del ahogo de la confusión, como si nos hundiéramos en un crepúsculo abismal. Todos los días mueren personas a mi alrededor. Todas sufren el mismo destino. Al este y al oeste, al norte y al sur, se organizan funerales en las casas. Ayer me enteré de que el hombre que vimos en la consulta del médico hace tres o cuatro días había empezado a vomitar sangre negra, y hoy me han contado que la hermosa chica con la que me encontré hace un par de días en la calle ha perdido el pelo y está cubierta de manchas moradas, a la espera de su muerte.
Puede que a mí también me llegue la hora. A lo largo del día me paso la mano por el cabello tantas veces como puedo y cuento el número de pelos que se han caído. Decenas de veces aguzo la vista para examinar la piel de mis manos y pies aterrada por las manchas que puedan aparecer de repente. Marco con tinta los pequeños puntos rojos de las picaduras de mosquito y respiro aliviada cuando, al cabo de un tiempo, compruebo que han desaparecido y que no eran la avanzadilla de las temidas manchas. Los síntomas que producen los efectos de la bomba atómica no afectan a la consciencia y, por muy crueles que sean, no causan dolor ni hormigueos. Para quienes los padecen, la estúpida anormalidad de estas lesiones es como el descubrimiento de un nuevo infierno. El miedo a esta incomprensible llamada de la muerte y la rabia hacia la guerra (no hacia la derrota, sino a la guerra per se) se entrelazan como serpientes y laten con fuerza cuanto más grises son los días. Siempre me han gustado los campos en otoño. Ahora que estoy en ellos, sin embargo, me encuentro en esta situación tan extraña. No se trata de un viaje que haya emprendido por placer. Huyo de la tierra quemada de una ciudad que ya no puede considerarse tal, pues ha quedado reducida a cenizas. El desconsuelo y la absoluta impotencia han hecho que pierda todo contacto con ese sueño que una vez fue tan querido para mí.
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Aunque solo se deba a mis recuerdos de juventud, la bella transición de verano a otoño en medio de estas escarpadas montañas me da fuerzas para seguir viviendo: el esplendor de los colores del cielo que se van apagando cada día, desde un pálido azul hasta el oscuro lapislázuli de finales de otoño; la alegría de las onduladas cordilleras, cuyas capas de cuarzo lila brillan al atardecer; y los barrancos y los campos, de tonos ocres y amarillos que se van tostando gradualmente para, después, marchitarse hasta adoptar matices de plata y perla. Y, por una tenue línea, el campo de arroz que se tiñe a cada instante, creando un mar de olas doradas; y, en la noche de luna, el rumor del río semejante a un leve sollozo; y los insectos de otoño que cantan como un fūrin (2) hasta la llegada del invierno; y los coloridos plumajes de los pájaros que reposan escondidos entre las montañas; y los faisanes verdes con sus hermosas alas de colores. Incluso en pleno Tokio, donde la vida era a menudo poco amable, las memorias de este paisaje otoñal me ayudaban a levantar el ánimo. Allí solía fantasear con la idea de volver al lugar de mis recuerdos y tomarme unas largas vacaciones.
Así pues, llegué por fin al campo que tanto amaba. Vine para descansar mi cuerpo, herido física y mentalmente por la crueldad de la guerra. Podía contemplar las montañas de color lila y el cielo azul claro, podía ver la luz de la luna en la noche y escuchar el murmullo del río, pero ya no me cautivaban como antes. Recuerdo perfectamente el día en que regresé como una pordiosera a mi pueblo natal, donde ya no tengo casa propia. Todo lo que llevaba, desde la ropa interior hasta el obi (3) , estaba manchado de sangre, sudor y polvo, y mi cara y mis manos estaban hinchadas y surcadas por innumerables marcas de sangre seca. La noche previa a la explosión me había ido a dormir con una bata de seda azul estampada en blanco y un obi estrecho; debajo, la ropa interior y una cinta. Todo estaba rasgado con pequeños cortes, como si la tela hubiera sido atravesada por un cuchillo afilado, y las cicatrices de las orejas y la espalda ardían palpitantes.
Las nubes se vuelven grises.
La tierra está mojada hasta los tuétanos.
El otoño aguarda en la puerta.
Estoy abandonado, sin hogar,
y mis ropas, hechas jirones.
(Estos versos pertenecen al poema que Gorki hace recitar
a Paška en Los Tres).
El bombardeo de Hiroshima tuvo lugar la mañana del 6 de agosto. Al día siguiente, sus habitantes, todos con el mismo aspecto, abandonaron la ciudad en llamas en dirección al campo. Era una imagen todavía más humillante que la que Paška describe en sus versos.
Cuando, por algún motivo, el autobús que salía una vez al día no funcionaba, oleadas de personas gravemente heridas llegaban en tren a Hatsukaichi y, desde allí, caminaban unos veinticuatro kilómetros hasta llegar al pueblo. La gente se vendaba con tela blanca las quemaduras que cubrían sus cuerpos y, con el único brillo de sus ojos, bajaban por un atajo situado en lo alto de un puerto de montaña. Hasta ese momento, eran poco más de 360 personas, pero, a finales de septiembre, todavía había quienes regresaban al pueblo cargando sobre ellos la sombra de la muerte. Cuentan que una chica que había perdido a sus padres a causa de la bomba atómica llegó tambaleándose hasta la cima del puerto de montaña y allí la encontraron muerta: su vida se había extinguido mientras intentaba beber agua del río.
Notas
1 La expresión empleada originalmente, kikokushūshū, proviene de un poema chino titulado Heishakō escrito por Du Fu (s. viii) en el que se describen las penurias de los soldados y el lamento de los fantasmas ante el abandono de sus restos.
2 Campanilla decorativa que suena al ser agitada por el viento y produce un sonido semejante a los carillones de viento.
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