Durante décadas, los ciudadanos de este país, vivimos con el estigma internacional de ser un país subdesarrollado, uno donde no había cabida para ciudades, empresas y ya no digamos avenidas pavimentadas. La idea de un mexicano con un gran sombrero recargado sobre un cactus durmiendo era la única que se tenía de México en una gran parte del mundo.

El discurso nacionalista es el primer enemigo de la democracia porque pone trabas a la pluralidad. Aquellos que exijan cuentas, quienes piensen diferente, quienes tengan una idea global, son enemigos de la nación y así son tratados. Por supuesto, para que el discurso tenga eco interno debe cerrar las puertas a lo externo.

Por eso el nacionalismo también es aislacionismo. Lo diferente es negativo e incluso es calificado como nocivo y por tanto hay que cerrarle la puerta, quedarnos juntos, solos, encerrados en una idea de generar identidad, certidumbre y orden que nunca llegarán. Su retórica es la base para desmantelar las instituciones que se opongan a lo bueno, sabio y preclaro emanado de la nación.

Los años 70’s y 80’s del siglo pasado en México, ya transitamos ese camino y no nos fue nada bien. La apertura fue dolorosa y mal hecha. Con graves dejos de corrupción y mala praxis, sin embargo, esa apertura dio paso al crecimiento económico, cultural y educativo. El liberalismo se vivió también en lo político con nuevas formas de pensamiento, nuevas organizaciones políticas y lo más rescatable: instituciones con autonomía que pudieran fungir como órganos de control del poder para evitar, de nueva cuenta, su concentración en pocas manos.

Sin embargo, el nuevo cambio de gobierno trajo consigo un cambio en el paradigma y hoy por hoy, volvemos a ser un México que se mira al ombligo, se aísla. La negativa presidencial de acudir a las cumbres internacionales: el G20 o la Asamblea General de las Naciones Unidas, nos hace retroceder en nuestra incidencia internacional. Somos las 14a economía del mundo y la decisión es desaparecer geopolíticamente. Un grave error. Un gran número de decisiones importantes, de acuerdos internacionales e incluso de posibilidades de inversión se logran en esas cumbres.

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Asistir no únicamente permite mantener una presencia física, sino interactuar con otros jefes de Estado, como Donald Trump, y resolver diferendos; o conversar con aliados potenciales para diversos temas. Aquí se hace política internacional pensando en lo nacional. Se hace política energética y ambiental pensando en el nacionalismo trasnochado que sueña con el país petrolero que ya no somos. Se dialoga con el vecino a través de redes sociales y en español.

Ayer, la plana mayor del Gabinete mexicano se reunía con funcionarios, legisladores y académicos de Estados Unidos con el fin de echar para atrás la burda amenaza de Donald Trump de imponer aranceles a los productos mexicanos. El resultado de tales gestiones aún es incierto, sin embargo, considerando que la reunión del G20 se celebrará antes de que finalice el mes de junio, es oportuno demandar al gobierno de México que reconsidere la participación del Presidente en dicha cumbre y ahí se busque un encuentro bilateral que pueda contribuir a resolver la crisis actual.

La sola asistencia del canciller y del Secretario de Hacienda son insuficientes. Dentro de estos eventos hay espacios que son exclusivos para los jefes de Estado, espacios a los que ni Marcelo Ebrard ni Urzúa podrán tener acceso. Un primer año de un gobierno que parece ir sin rumbo fijo excepto en lo que a exaltar lo nacional se refiere. En concreto, otra oportunidad perdida.

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