Una familia de arraigadas convicciones se hallaba alarmada porque uno de sus integrantes parecía languidecer, seguramente afectado por una enfermedad seria. Se decidió contratar estudios, en especial radiografías. Gracias a ello se supo que la persona tenía un tumor maligno, que había crecido por falta de atención. El médico alertó que el conjunto de la familia debía ser revisada periódicamente, por si el mal se presentaba en otro de ellos.

Ante el funesto diagnóstico, el padre de familia reclamó al médico que los estudios, que consideró muy caros, no hubieran curado a su pariente. Sin más, ordenó que nadie más se haría exámenes, pues por sí mismos no evitarían la enfermedad.

Dramatización aparte, esta parece ser la lógica que domina, al menos parcialmente, la denuncia hecha por el presidente López Obrador el viernes último sobre instituciones con autonomía constitucional. Crecieron “como hongos después de la lluvia”, incluido, dijo, el “de la transparencia”, que tiene un nombre agotador: Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, cuyas siglas son INAI.

López Obrador aseguró que los siete comisionados del INAI gozan de sueldos hasta por 300 mil pesos mensuales y que el organismo gasta mil millones de pesos al año. Dejó traslucir el ánimo de cerrar esa institución.

El mandatario no demostró entender que la labor del INAI no es eliminar la corrupción sino detonar en los ciudadanos el poder de denunciarla bajo el ejercicio de reclamar datos que deben ser públicos (un derecho de nueva generación). Alentar una radiografía colectiva del cáncer, para que otras instancias del sistema lo ataquen y erradiquen.

López Obrador parece equivocado en su forma de abordar este debate, incluso falla en aspectos concretos (los sueldos más altos en el INAI son menores de lo señalado). Pero atina al desatar una discusión sobre los órganos autónomos que debe ser abordada con sinceridad y rigor. El espectro de esta agenda incluye definir la filosofía del Estado sobre qué materia debe ser objeto de un órgano autónomo y cuál otra estar bajo control de una estrategia centralizada del gobierno.

Quizá sea posible colocar en un extremo de esta lógica las decisiones en materia de licencias de telecomunicaciones (un océano dominado por intereses enormemente poderosos), o las tarifas energéticas (recién depositadas en comisiones independientes). En el otro lado, instancias que deben constituir un contrapeso ciudadano frente al Estado, como los derechos humanos, el manejo de las elecciones y, desde luego, la transparencia. En cuanto al INAI, cabe incluso la discusión de si debe tener asignada o no la protección de datos personales, o ello ha de recaer en otra jurisdicción.

A esto habría que añadir cuáles son las mejores prácticas, por ejemplo, para combatir a los monopolios, tarea que apenas ha dado pasos de bebé en la comisión independiente que alienta la competencia económica.

En el lado oscuro de esta discusión se halla lo ocurrido durante la administración Peña Nieto. Es un hecho demostrable, comentado aquí en múltiples ocasiones, que en ese periodo se desarrolló el modelo perverso de colocar al frente de órganos autónomos a personajes sumisos hacia el poder político, especialmente ante la Presidencia, que maniobró para designar a las cabezas en instancias encargadas de, por ejemplo, el campo de las telecomunicaciones, la competencia económica o, ciertamente, la transparencia.

El propio Instituto Nacional Electoral (INE), que encabeza Lorenzo Córdova, exhibió en el pasado inmediato favoritismos de varios de sus integrantes hacia proyectos partidistas y personales de diversos personajes. No fue difícil trazar el apego de algunos consejeros, por ejemplo, en favor de las ambiciones presidencialistas del priísta Miguel Ángel Osorio Chong, ahora senador, o del panista Ricardo Anaya, ahora un cadáver político insepulto.

Aquí se ha sostenido, sin que ello atrajera aclaración alguna, que Ximena Puente, quien fue comisionada presidenta del Instituto entre 2014 y 2016, debió su cargo a una operación realizada desde la casa presidencial por el entonces consejero jurídico Humberto Castillejos. Posteriormente fue usada para impulsarla primero como aspirante a la Fiscalía Anticorrupción y luego como diputada federal, con resultados desastrosos en ambos casos.

Es verdad que el INAI (y muchos otros órganos) ha sido dotado de presupuestos desproporcionados, lo que no solo se ha usado para atender sus nuevas encomiendas, sino para ampliar la nómina, dotar a los comisionados de lujos y contratar a incondicionales. En su interior hay estudios de que es posible ajustar en 40% su gasto, aunque parece avanzar la miope idea de que sólo sea en 15%.

Es pertinente que la nación discuta su modelo de órganos autónomos, cómo se designa a sus integrantes y con qué eficacia velan por el interés ciudadano y la austeridad. Pero sin mutilar a la joven democracia mexicana de apoyos necesarios para seguir consolidándose.

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