Si un hombre puede ser descrito por lo que es él y su circunstancia, el presidente nacional del PAN, Ricardo Anaya, encara los dos problemas más graves que pueda sufrir un político: el desvanecimiento de su poder y, quizá peor, el descrédito sobre su palabra.

En la antesala de la etapa crucial de su vida pública, el señor Anaya se halla al centro de una fractura en Acción Nacional, que tiene en la renuncia de Margarita Zavala su parte más visible, pero no única. Ello lo debilitará tanto al interior como al exterior de su partido, especialmente con el Frente Ciudadano, ante el que esperaba mostrar una fortaleza irresistible para ser su candidato presidencial.

A ello añade un creciente distanciamiento con los gobernadores emanados del PAN, a los que necesita como la planta al agua. Porque no pueden, no quieren o no le creen, los 12 mandatarios panistas y aliancistas no han seguido a Anaya en su declarada confrontación con el gobierno Peña Nieto.

Mandatarios estatales consultados por este espacio manifestaron reservas sobre las verdaderas motivaciones de Anaya, en particular por los numerosos reportes de su riqueza personal no aclarada.

Un incómodo factor que genera crecientes dudas sobre la cruzada del líder blanquiazul es su argumento de que el choque con Los Pinos se derivó del rechazo a que el próximo fiscal federal fuera Raúl Cervantes, actual titular de la PGR, abiertamente priísta y muy cercano al gobierno.

Testimonios de diverso origen coinciden en que el señor Anaya había pactado personalmente con Cervantes, en una reunión privada pero ante varios testigos, que la bancada panista en el Senado lo apoyaría para ser el fiscal. “Incluso se dieron la mano en señal de acuerdo”, indican las versiones recogidas.

De confirmarse, ello desnudaría las verdaderas motivaciones de Anaya, cuya imagen pasaría de un combativo líder opositor a un político acorralado por señalamientos de corrupción.

No es la primera ocasión en que la clase política pone en duda la credibilidad del señor Anaya, al que atribuyen una frecuente traición de la palabra empeñada, lo que resulta suicida en la vida pública.

El dirigente panista tiene fama de ello dentro y fuera de su partido. Desde sus años iniciales en la política, de la mano de su preceptor, el panista Francisco Garrido, que lo forjó primero siendo alcalde (1997-2000) y luego gobernador de Querétaro (2002-2009); en sus acuerdos con el ex gobernador priísta, José Calzada, o los pactos rotos con su antecesor en la presidencia del PAN, Gustavo Madero. Incluso en Los Pinos se le atribuye haber filtrado un sensible acuerdo en torno a los comicios en el Estado de México. Todos ellos y muchos otros políticos, coinciden en la misma característica cuando hablan de Anaya: traición.

Desde luego, el presidente del PAN no tiene la patente de cómo romper la frontera entre la falta de respeto a la palabra, el pragmatismo y el cinismo. Ese es uno de los factores que lo convierten en copia fiel del priísta Roberto Madrazo, candidato presidencial en 2006, cuyo desdén por los acuerdos pactados fueron factor fundamental para que su partido cayera al tercer lugar en los comicios de ese año. La otra característica que parece hermanar al queretano con el tabasqueño es su obsesión para apropiarse de la postulación presidencial desde la dirección de sus respectivos partidos.

En los próximos meses conoceremos si el desenlace de ambas historias es el mismo: en lo partidista, debacle electoral; en lo personal, derrota, humillación y ostracismo.

El PRI que Roberto Madrazo hundió fue controlado por los entonces gobernadores del PRI, desde las semanas finales de la propia campaña de 2006. Primero dejaron solo a su candidato, en quien no confiaban. Para desplazar a Andrés Manuel López Obrador, que mostró cerrazón a negociaciones, pactaron con el abanderado del PAN, Felipe Calderón. Quizá por ello la llegada del michoacano a Los Pinos inauguró un sexenio de impunidad ante las trapacerías con dinero público en los estados.

Este contexto dota de gran importancia al rol que jugarán los gobernantes del PAN (por vía directa o en alianza), cuyo número es histórico. De los 12, sólo dos han expresado un débil respaldo hacia su dirigente: Javier Corral, de Chihuahua, y Miguel Ángel Yunes, de Veracruz. Pero todos sostienen tratos normales con la administración Peña Nieto, donde se han encontrado con un canal generosamente pavimentado por el secretario de Hacienda, José Antonio Meade, cuyo equipo refiere instrucciones directas de Los Pinos para atender a todos los mandatarios estatales.

Pertenece a la más elemental lógica política en año electoral que cada partido busque socavar a sus adversarios. Pero resulta un tanto insólito que esa labor se produzca desde tantos frentes distintos, con un solo personaje y que éste sea a la vez centro y causa de la crisis. Ese es Ricardo Anaya.

rockroberto@gmail.com

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