El lunes que viene, 22 de julio, vence el plazo fijado por el gobierno de Estados Unidos y aceptado por el de México para frenar el flujo de migrantes centroamericanos, a cambio de no imponer, por el momento, aranceles crecientes a los productos que nos compran los vecinos del norte.

Pasado mañana, domingo, en vísperas del vencimiento de ese plazo, se reunirán en la Ciudad de México el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y el jefe del Departamento de Estado norteamericano, Mike Pompeo. Viene a calificarnos, a ver si el gobierno de AMLO hizo la tarea. Nada nuevo en esa difícil relación, pero esta vez sin apariencias.

¿Nos pondrán la palomita? Quizás sí, si nos atenemos a la felicitación que hace un par de días le extendió Trump a México por desplegar “a 21 mil soldados que están deteniendo a la gente para que no venga a nuestro país”.

Esto coincide con los números de las autoridades mexicanas: el flujo de centroamericanos que cruzan nuestro país hacia Estados Unidos disminuyó entre 30 y 40 por ciento. ¿Qué quiere decir? En el primer semestre llegaron al vecino del norte unos 500 mil migrantes centroamericanos y, a ese ritmo, se estimaba en 800 mil los que llegarían este año. La política mexicana de contención habría reducido a 600 mil el estimado anual, es decir, en lo que resta de 2019 solo entrarían 100 mil más. El número podría ser menor si, como resultado de esa política, crece la cantidad de migrantes que han decidido regresar a sus países por su cuenta.

¿Este resultado sería satisfactorio para Trump? Probablemente sí, a menos que él tenga otras cifras. En ese escenario, que es el mejor posible, podría alargarse unos meses más la imposición de aranceles hasta la fecha de un nuevo examen que seguramente se fijará.

Pero Ebrard cedió tanto en la negociación en Washington el pasado 7 de junio, que mantiene al país en una posición de debilidad ante posibles nuevas amenazas. Así negocia Trump: entre más cedes más te empuja.

Su objetivo real es hacer de México un tercer país seguro, es decir, el que reciba a los migrantes que quieren entrar a EU. De hecho, aunque no de derecho, ya lo es, al aceptar mantener en nuestro territorio a quienes esperan una respuesta a su solicitud de asilo. Y a esa condición nos orilla más la decisión tomada por Washington a principios de la semana, de endurecer su legislación de asilo, lo que hará que la mayoría de los solicitantes que transiten por otro país antes de pisar suelo estadounidense, no tengan la opción de pedir protección. Esto nos acercó más a la condición de tercer país seguro.

Ebrard niega reiteradamente que ese sea el caso, aunque llegó a reconocer que, si la ola migratoria no se frena, México tendría que negociar esa condición. Se sabe que así lo ofreció cuando se reunió en Houston, días antes de que tomara posesión AMLO y él se convirtiera formalmente en canciller, con el jefe de la diplomacia estadounidense.

Tras la difícil negociación de junio, Ebrard le vendió a AMLO la idea de un acuerdo exitoso y éste lo recibió en Tijuana como un héroe. Evitó, ciertamente, la imposición de aranceles, pero accedió a cambiar radicalmente nuestra política migratoria, la militarizó. Le dijo que, a cambio, EU aportaría fondos para el desarrollo de los países centroamericanos, conforme al plan elaborado junto con la Cepal. Pero Washington no ha cedido ni un quinto para esos fondos.

Ebrard ni siquiera condicionó la contención de centroamericanos a la regularización de los mexicanos que están allá, lo que dio lugar a la amenaza de deportaciones masivas que el vecino implementó desde el fin de semana pasado.

Ese es el contexto en el que Pompeo llega el domingo para calificarnos.

Y una pregunta nos asalta: ¿también estará en esa evaluación el empresario Javier López Casarín quien, sin cargo oficial en la cancillería y, por lo tanto, sin responsabilidad legal ni política, ha acompañado a Ebrard en las negociaciones internacionales que ha emprendido como secretario de Relaciones Exteriores?

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