El nuevo Whitney de Nueva York es sensacional. El edificio está al borde del Hudson, en la zona que se llama Meatpacking district que, pasa en esta ciudad, mudó las bodegas cárnicas por una zona de boutiques y restaurantes, como ocurrió con Soho en los 70, como parece que sucede en Harlem (pues si antes allí había un paisaje de sillones tirados en las calles, ahora vive una clase media que la mantiene de pie y digna). En los distintos niveles hay terrazas que suman, a la colección y a las exposiciones temporales, las vistas del río, del High Line Park, las azoteas amuebladas de los edificios cercanos y la silueta de las construcciones a lo lejos. Con la colección permanente se hizo una curaduría singular a la luz de un poema de Auden y del verso que titula la muestra: Where we are. En uno de los apartados de la muestra (los espacios interiores), que intenta apresar algunos temas tratados por los pintores de la primera mitad del siglo XX, está el que siempre visito: Hopper. Sus fachadas y sus habitaciones, tocadas por una luz de escenario, rezuman soledad. Aquí está la mujer desnuda que avanza de la cama hacia la ventana, a una hora elevada de la mañana (el sol en la habitación lo revela). Su propósito está en el paso, la ventana o el mundo afuera tal vez rescaten su aislamiento, el día la ha tomado desprevenida. Habrá alguien más seguramente. Entonces me fijo que el pintor nació en Nyack. Murió en Manhattan como indica la ficha y lo pensé siempre de la Gran Manzana, en la cafetería nocturna o en la de la estación de tren. No conozco Nyack, a la vera del río a 20 millas de Nueva York. Pero su nombre resalta porque frente al cuadro recuerdo que la escritora Carson McCullers, que se mudó del sur a Nueva York y vivió en el February House en Brooklyn con Auden, y la pareja Bowles y con Britten, eligió Nyack para pasar los últimos y enfermos años de su vida, en compañía de su madre. Reeves, su marido dos veces, ya se había suicidado. El paréntesis que sigue al nombre de una de mis autoras favoritas lleva el Nyack como lugar de muerte.

Se me ocurre que tengo que ir a Nyack, que hay algo en ese lugar que me corresponde ver. Pero no lo haré esta vez porque uno siempre viene a la urbe fascinante con los días contados, no importa que sean muchos: nunca alcanzan. Y porque si uno viene al mes del sismo, necesita habitar edificios altos con la sensación de que es posible hacerlo sin miedo. Que para que se caigan se necesita la locura minuciosa de un avión ensartándose en los más altos rascacielos, aunque Enrique Norten me cuenta que un especialista le dijo que temblaría en Nueva York en algún momento. No quiero hacer caso del especialista porque es difícil vivir la frase en algún momento. Por eso me solazo en alzar la vista y ver el enjambre de estructuras que cuajan el cielo y cierran la perspectiva en las calles, la diosa urbe dueña de su prestancia, de su certeza recuperada. Y mis ojos respiran con ella la asombrosa conquista de la humanidad, su ingenio para cincelar espacios tan lejos del suelo.

No conozco Nyack, pero sé que es un sitio donde algo debo buscar. Ahora necesito habitar los pisos altos, tomar elevadores que taponan los oídos, mirar la cúspide del Empire State Building, que cada noche muda de color y es más cine que realidad. Ciudad Gótica penetrando el firmamento, la nubosidad otoñal, siempre escenario en guardia para que aparezca Batman o una tormenta de meteoritos, o Al Pacino ciego queriendo bailar en el Waldorf, o Woody Allen dejando su periplo por las grandes ciudades de Europa y cayendo rendido en su Manhattan. No conozco Nyack, pero Nueva York es siempre inabarcable, hay que ir a lo nuevo y tocar los lugares de siempre, los que nos cuentan nuestra propia historia. Hay que sentir el bullicio de Babel y la convivencia de las procedencias: el sueño común. Algún día tal vez vaya a Nyack, dos fechas y dos artistas me lo demandan.

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