Donde quiera que vaya la conversación necesariamente toca dos temas: el huachicol, la pericia o impericia de, al atender el robo desvergonzado y largamente pasado por alto de gasolina, afectar a la ciudadanía por un tiempo indeterminado y no claramente comunicado, o la película de Cuarón: Roma. Lo primero, igual que la reflexión de distintas voces en los medios alrededor de la 4T, es intenso e inmediato, nos ocupa y preocupa. A la larga cada uno de los asuntos tomarán su justa dimensión para saber si fueron o no razonables las acciones. Nos ocupa demasiado el discurso de AMLO por lo que me parece notable y refrescante que en el mismo nivel de horas hombre (o mujer) dedicadas a la conversación esté la película Roma, una experiencia que ya nos es común a mexicanos y extranjeros. Dejemos que el arte, en su mirada estética y reflexiva sobre la condición humana, gane las vencidas en el juego de poder de la política y su pretensión de poseer la verdad. Es nuestra mejor herramienta para sobrevivir.

Roma está en los medios extranjeros y en la conversación cosmopolita en la que me ha tocado estar estos días en que se desarrolla la experiencia Under the volcano (Bajo el volcán: https://underthevolcano.org/) en Tepoztlán: talleres en inglés y español de periodismo, memoria (un género de tradición anglo más que en español —incluso no hay un taller en español en el programa—), narrativa y poesía. Ingleses, turcos, estadounidenses, canadienses, mexicanos de varias partes del país se reúnen a trabajar sus proyectos a la vera del Tepozteco. Y como bien dice mi amigo J.J. Armas Marcelo, lo más importante de estas experiencias ocurre fuera del programa, en las otras mesas, las de convivencia. Allí hemos hablado de la película Roma y a todos los extranjeros con los que he platicado les ha gustado, no a todos los mexicanos. Algunos se quejan de la lentitud; otros, de que no tenga historia; otros, de la falta de claridad en lo que pretende decir.

A mí, la película me parece muy cercana a la experiencia literaria, al cuento chejoviano (o al de Craver, al que curiosamente hace alusión otro director mexicano premiado: Iñárritu, en Birdman). La historia está por debajo de lo contado, es decir, la anécdota no precisa ser escalofriante (aunque aquí la pérdida del bebé de Cleo y el maltrato del padre del niño, luego halcón, es suficiente tragedia), y la densidad está en la atmósfera. En el centro está la relación de cercanía y distancia que supone la presencia del servicio, las muchachas en las familias donde casi todos crecimos. Son y no son parte. Hay pactos de complicidad y secretos que marginan. La naturaleza de esa relación está apresada en la película y le confiere suficiente claridad (no sé si en el extranjero esto seduzca, si sea la parte mixteca, el papel de las mujeres, el silencio). A mí la dignidad de Cleo en medio de la ternura y el dolor me hace su cómplice. El joven coreano con el que platico me dice que le gustó mucho y que en su casa también había una chica de servicio y se acordó mucho de ella con esta película.

Las infancias de varias generaciones están y siguen marcándose con la presencia de las muchachas que asisten en las casas. Si antes era atributo de la clase media mexicana, ahora lo es mucho menos, por suerte y por muchas razones. Pero allí crecimos, con los cuartos de servicio en las azoteas. Con ese otro mundo que visitábamos para ver sus estampitas de santos y veladoras, para que nos contaran de sus pueblos porque nosotros sólo teníamos las calles de una ciudad con coches y tiendas, y parques para emular trozos del campo. Indudablemente la película, además de su propio recuento, desata la evocación de ese pasado tan bien reconstruido y captado por el blanco y negro donde el avión se refleja de cuando en cuando en el trozo de agua del patio lavado. Es esa imagen inicial del agua enjabonada sobre las losetas de dos colores y el sonido del barrido, con el que la película comienza, un poderoso disparador poético de la memoria. El sonido extraviado de los años de infancia, en aquella imagen sencilla. Así se escuchaban los días en la calle de Coahuila, así era la clandestina incursión al territorio de la azotea donde daban ganas de recostarse sobre el tragaluz de vitroblock como en la película. Allá estaban las plantas que atendían Malena y Chabela, la ropa ondeando al sol, allí los adornos que mi madre desechaba y que llegaban a vivir en las repisas de ese cuarto pequeño donde las hermanas conversaban y atendían durante largas horas del día a la familia que éramos nosotros (antes de que la familia creciera más y nos mudáramos a Coyoacán).

Agradezco a Cuarón devolverme lo que mi memoria no había tenido oportunidad de preguntarse: cómo era la luz y el sonido de la infancia en el territorio de las casas que acompañaron nuestros asombros infantiles; cómo era el cariño y los lazos tejidos a fuerza de desayunos y peinados (muy engomado el pelo en una coleta apretada), licuados de plátano, Lágrimas y risas, en el territorio paralelo de los afectos. Sí, nuestras casas siempre fueron más que nuestros padres, en esa cercanía-distancia con las muchachas que nos lastima y nos alegra.

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