Mi mamá es la mejor del mundo. No lo digo por decirlo, pero muchos me la envidian. Cuando me acompañó al homenaje que me hicieron en la Universidad de Tabasco, los colegas y amigos querían una igual para sus viajes. Incluso me dio pie para escribir el cuento “Amor de madre”, donde una mujer se contrata como impostada madre para gente que necesite su compañía en ciertos eventos. La idea no sólo viene del aplauso de los cercanos para lo grato de su compañía, sino porque ella es la generadora de esas ideas descabelladas. Su humor y su imaginación son desbordantes. En el ADN de muchos de mis cuentos está el personaje que ella es, capaz de disfrazar un santo de madera para colocarlo en la sala con su peluca (sesentera) y un saco de tweed de mi padre, leyendo en un sillón bajo la luz de una lámpara que se quedaba encendida toda la noche para ahuyentar a los ladrones (habían entrado a robar un tocadiscos y ese fue su método de seguridad). A las amigas que llegaban a casa en ese tiempo les decía que lo saludaran desde la puerta. Algunas comentaban que ese tío nuestro estaba muy concentrado en la lectura, otras que estaba muy pálido… el caso es que leía Graham Greene, y estoy segura como en mi cuento “El guardían”, que ya el libro estaba abierto en otra página que la escenografía de mi madre dispuso.

Lo suyo es eso y le sale muy bien: la escenografía. Tiene el gusto de la pintora que quiso ser pero que mi abuelo, asustado de que entrara a la academia de San Carlos, desvió hacia el estudio de Decoración de Interiores en la Universidad Femenina de México. En su nueva casa, como un gesto de orgullo, ha colgado el título donde aparece joven y bella, la única de su familia de exiliados de la guerra civil española en licenciarse. Con mi padre puso un negocio que duró más de 25 años y que alcanzó un éxito considerable en los 70 y 80. El otro día me decía que hasta el Presidente se mandaba a hacer sus chamaras de piel allí. Se llamaba Antil, Andrés Casillas le dio la fisonomía, y fue icono de la Zona Rosa en los mejores años de esta. Por allí desfilaron, entre muchos, Carlos Fuentes, Octavio Paz, políticos, empresarios, y hasta Jerry Lewis, a quien salimos mi hermana y yo a perseguir para pedirle un autógrafo (trabajábamos todas las navidades detrás del mostrador de artículos de piel que se fabricaban en el pequeño taller de los pisos de arriba). Mi madre diseñaba los escaparates en un verdadero derroche de originalidad y talento. El homenaje a Botero, donde pintó dos oleos de su estilo, que hacían destacar las prendas de hombre y de mujer que se exhibían, causó tal sensación que le compraron los cuadros. En esos años dorados de aquella parte de la ciudad, cuando Pita Amor pedía usar el baño de la tienda y luego protestaba porque una mujer devolvía los anillos que ella se había quitado sobre el lavabo, el lucimiento de los escaparates importaba; era nuestra pequeña Nueva York y mi madre la única que podía haber sido contratada por Bergdorf Goodman o Tiffany, de donde derivaba el asombro año con año, pues dedicados al asunto de la moda, mis padres tenían que viajar y estar al tanto. Un periódico le dedicó una columna de elogios a su trabajo.

Cuando mi tía Lucy Cabarga le pidió ser la directora de arte de Bajo el volcán, que se filmaría en Cuernavacan tuvo problemas negociando su ausencia con su marido y sus hijos, seguramente con ella misma. Ya la petición era un reconocimiento y algo que presumir donde hubieran cuajado sus bocetos de escenografías teatrales para Pinocho y otras que guarda en un baúl. Pero eso sí, a mucha honra, la bata blanca de seda que usa Jacqueline Bisset en una de las escenas es de mi madre. Así que allí está de alguna manera la elección de objetos y prendas con que ha amueblado el mundo nuestro para hacerlo más bello con su talento, con su idea de la estética, y sobre todo con ese humor que salpica todo y a cuya vera uno quiere estar siempre. Por eso más allá del amor que le tengo, mi madre es la mejor del mundo. Y no la alquilo.

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