Marcos T. Aguila

Por la tarde del 1 de febrero de 1922, hace casi un siglo, Felipe Carrillo Puerto dirigió un mensaje en que celebraba su victoria en la elección para gobernador de Yucatán a una masa de campesinos, trabajadores urbanos y de la pequeña clase media de la ciudad de Mérida que, curiosos y atentos, abarrotaban su Plaza Central. Carrillo habló en nombre del entonces llamado Partido Socialista del Sureste, que con sus ligas de Resistencia había facilitado su victoria. Carrillo prometió tierras, habló sobre el fin del odioso trato despótico a los indios en las haciendas henequeneras, defendió la necesidad de una nueva educación racionalista, de una nueva legislación permisiva para la igualdad de la mujer y el hombre y de un rescate de la cultura maya, entre sus principales propuestas. Además, pronunció su discurso en lengua maya. La clase media urbana no entendió nada. Los indios sí. Se anunciaba una esperanza. Carrillo Puerto no hablaba por hablar. Una larga lucha personal en contra de la “Casta Divina” yucateca (el mote, que llegó para quedarse, provenía del General Salvador Alvarado) había precedido a su victoria electoral.

Llena de simbolismos, y de paralelismos históricos, Andrés Manuel López Obrador encabezó el pasado 1 de diciembre otra gran ceremonia de celebración popular tras su toma de posesión como nuevo Presidente, en el Zócalo de la Ciudad de México. López Obrador refrendó frente a miles y en cadena nacional, sus compromisos de campaña, que en espíritu y en algunos casos a la letra, se asemejan a los de Carrillo. No habló en maya, pero participó en una ceremonia de investidura con tintes precolombinos, lo que contribuye a la imagen de personaje mesiánico, casi iluminado. Ambos, Carrillo y López Obrador, mucho antes de estas ceremonias, habían dejado de pertenecerse a sí mismos.

¿Cuál es la utilidad de una comparación histórica tan distante? ¿Porqué si el tipo de estado de ambas sociedades es tan diferente, siendo el actual extraordinariamente más complejo? Su base es reflexionar sobre la condición común, de crisis social y económica de la sociedad que da origen a líderes populares como ellos, y que, en cierto modo, la sociedad se impone también a sí misma. Por una parte, en ambos casos, la clase gobernante se hace insoportable para la mayoría popular; pero, al mismo tiempo, las clases dominadas carecen de capacidad autónoma para dirigir un nuevo estado. Es este equilibrio de fuerzas el caldo de cultivo para que surjan liderazgos de carácter providencial, que se alzan por encima de las clases sociales en pugna, algo exhaustas ya. A los observadores incautos, al menos momentáneamente, dejan la falsa impresión de que todo depende del personaje providencial en cuestión. El líder carismático puede tener un perfil político ultra conservador o revolucionario. Lo que es absurdo es asimilarlos entre sí, ya que representan proyectos históricos opuestos. Ni Bolsonaro es igual a Lula, ni Trump es igual a López Obrador. Así, por ejemplo, son los éxitos de Lula y su movimiento los que explican, en parte, la respuesta iracunda de la derecha brasileña y sus aliados.

En la década de 1920, el equilibrio provino de la era la Revolución Mexicana, que barrió con mucho del antiguo régimen, tras una violencia extraordinaria, que arrastró a todos sus principales líderes, que fueron sucesivamente asesinados, de Madero a Zapata, de Villa a Obregón, de Carranza a Carrillo, y tardó muchos años en construir un nuevo estado. Calles y Cárdenas, quienes se salvaron del baño de sangre, fueron también los principales artífices de la institucionalización posrevolucionaria. Bajo el llamado neoliberalismo, cuyos pilares siguen tan firmes al día de hoy, pues revolución definitivamente no ha habido; el equilibrio catastrófico (como se refirió Gramsci a coyunturas semejantes), proviene de la crisis de convivencia actual, de inseguridad generalizada (sólo en la pasada elección hubo 133 políticos de todos los partidos asesinados), ligada a una política económica orientada a la concentración extraordinaria de la riqueza. En tal ambiente, la clase gobernante se volvió ya, también, insoportable para la mayoría. A nadie debería llamar la atención, por tanto, el que el líder popular que canalizó ese descontento profundo, resulte chocante, casi repugnante, a las clases privilegiadas. Representa todo lo opuesto a ellas. Particularmente con relación al dinero. Para ellas el dinero es un fin, un Dios, el símbolo único de éxito y pasaporte al poder; para ellos, el dinero es un simple medio, para intentar cambiar la corriente fatal de la concentración económica. Aquí, al contrario, el poder político conduce al dinero público, que puede ser usado también con un sentido público. Para que ello ocurra, dicho sea de paso, es indispensable una administración racional y una política fiscal capaz de elevar la recaudación efectiva. Se requiere mucha política, pero también mucha administración. Es muy importante que el nuevo gobierno comprenda que el dinero no puede provenir de ajustes chapuceros con sus aliados de las clases medias, como las Universidades públicas. Hay que ir donde hay: En la evasión fiscal de los poderosos. En el 1 por ciento.

La animadversión hacia el nuevo presidente tiende a expresarse desde la trinchera derrotada, en el deseo susurrado, soñado o inclusive expresado abiertamente, de que el inoportuno convidado del poder, desaparezca. No se trata de una fatalidad, pero la apuesta a deshacerse del nuevo presidente flota en el ambiente. Los resultados serían funestos. El sábado, mientras López Obrador decía sus cien puntos en el Zócalo, en Facebook surgían muchos mensajes en la computadora que pedían abiertamente su cabeza. Él mismo cerró su discurso con una alusión a esos peligros y a “cuidarse”, aunque, precisó, “no al precio de perder el contacto con la gente”. Ese mismo día, en el trayecto de su casa al recinto de San Lázaro, en su modesto Jetta blanco, López Obrador saludó de mano a un par de ciclistas, acaso para acentuar el contraste con la llegada imperial de Peña Nieto al mismo sitio. Pero ¿era necesario? Hace seis años, por cierto, Peña Nieto utilizó el zócalo, como estacionamiento para numerosas camionetas blindadas, propias y de sus invitados, a su respectiva toma de protesta. Los contrastes han sido evidentes siempre.

Las advertencias sobre la seguridad de López Obrador deberían ser tomadas muy en serio, y prevenirse por los medios al alcance de Morena y del nuevo gobierno. El principal mecanismo de prevención sería que los procesos de transformación se institucionalizaran, que las causas sociales y populares contaran con una organización capaz de defenderlos. Que contaran con sus propias “Ligas de Resistencia”. Su ausencia es, acaso, el mayor reto para Morena. Felipe Carrillo Puerto fue asesinado apenas dos años después de su inicio como gobernador y su ardiente discurso en el zócalo de la Ciudad Blanca, en pleno ascenso de la actividad reformadora en su Estado. El país no necesita más mártires. No queremos ni otro Madero, ni otro Carrillo. Aspiramos a una transición pacífica hacia una República redistributiva, ajena a la actual República de la desigualdad. Para ello, evidentemente, se requieren más de seis años, y un régimen menos centralista y más institucional.

En Macbeth, Shakespeare teje su tragedia aludiendo a la sombra del asesinato como medio de ascender al poder (instigado por Lady Macbeth, pero con la complaciente aprobación y la mano firme sobre el puñal de su ambicioso esposo). Más adelante, es Macbeth directamente quien sucumbe a la dinámica de asesinar para conservar dicho poder (primero a su camarada de armas, Banquo, y luego a la familia entera de Macduff). No obstante, no logra salirse con la suya: la eternización del poder como fin en sí mismo. Los asesinatos no impidieron, ni su caída, ni la de su régimen.

Profesor investigador del Departamento de Producción Económica, UAM Xochimilco.

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