Anoto mientras escucho el discurso de AMLO en su toma de posesión. Desde el principio anuncia un “cambio de régimen”. La palabra “régimen” significa “sistema político por el que se rige una nación”. México ha dejado pues de ser, como dice la Constitución, una república representativa democrática y federal. ¿A qué habremos cambiado?

Por lo pronto, a un régimen de “transformación” que consiste en que seremos honestos y fraternales y en que “se acabará con la corrupción y con la impunidad que impiden el renacimiento de México”.

Pero luego declara que “al contrario de lo que pudiera suponerse, esta nueva etapa la vamos a iniciar sin perseguir a nadie” porque “no habría juzgados ni cárceles suficientes” y además ello nos metería en una “dinámica de fractura, conflicto y confrontación” —que al parecer no existe ahora— que nos distraería de la verdadera tarea que es “construir una nueva patria”.

Al parecer, para el criminal individual hay juicio y cárcel, pero los criminales en bola gozan de un privilegio cuantitativo: juzgarlos depende de cuántos juzgados y cárceles hay disponibles. Es la impunidad por volumen: si los criminales son muchos, quedan exentos. Así pues, si quiere usted violar la ley, viólela en bola: a más compinches mayor impunidad. La ley es dura, pero sabe contar…

Reitera AMLO (de nuevo) que “no es mi fuerte la venganza” y que es “partidario del perdón y la indulgencia”. Anda y no peques más. El poder judicial nazareno. La impartición de justicia dependerá del arbitrio del Ejecutivo, un arbitrio hecho de emociones: el perdón como amor, la caridad como indulgencia. La justicia ya no es ciega, y en vez de balanza usará estadísticas.

¿Será ese el “nuevo régimen”? El Poder Ejecutivo le ordena al judicial que acepte que aplicar la justicia es practicar la venganza, y que sancionar afronta la indulgencia. En todo caso, contradice al propósito inicial de terminar con la impunidad, santificándola. Para acabar con la impunidad hay que perdonarla. Lo que cambió de régimen no es el Estado, sino el perdón: un don que el Ejecutivo otorga a los pecadores y, a la vez, incentiva a quienes planean pecar.

Otro tema. Coincido en que “la deshonestidad de los gobernantes” y la de una “pequeña minoría que ha lucrado con el influyentismo” es horrible. Lo raro es celebrar los sexenios de López Mateos y Díaz Ordaz porque en ellos se creció al 6%, implicando que en esos sexenios no hubo deshonestidad ni influyentes.

Otro tema: AMLO se ufana de que “trabajaré 16 horas diarias”. Esta bravata da la impresión de desprendido sacrificio y heroísmo sobrehumano. No deja de ser también una delación anticipada de la ineficiencia de su equipo, o de la desconfianza que le tiene. Claro, el hombre se agotará y agotará a su equipo. Si se agregan los traslados, este hombre de 65 y un corazón grande, pero frágil, dormirá cuatro o cinco horas. Quizás 10 horas descansadas sean más productivas y equilibradas que 16 exhaustas. (Y más si el piloto trae a una nación en la cabina…)

La explicación es peor: las jornadas de 16 horas son necesarias para “obstaculizar las regresiones en las que conservadores y corruptos estarán empeñados”. (De paso: los “adversarios” —antes mafiosos fifís y neoliberales, luego neoporfiristas y conservadores— logran su cuarta transformación: ahora son “corruptos”, aunque resurrectos y con perdón.)

Porque aplicar “rápido, muy rápido, los cambios políticos y sociales”, dice, tiene como objeto precaverse de un posible triunfo de sus adversarios. Es para que “si en el futuro nos vencen les cueste mucho trabajo dar marcha atrás a lo que ya habremos de conseguir”. ¿Amenaza o predicción? En todo caso, un aviso de que el nuevo Tata Cárdenas no descarta un futuro aún más inmerso en el pasado: el renacimiento del “Jefe Máximo”.

Qué raro final. Se diría que la enorme inversión de miles de millones de pesos en salarios sociales que ha ordenado son gastos anticipados de campaña para las elecciones de 2024: los millones de beneficiarios estarán encargados de darle “mucho trabajo” al plausible retrógrada a quien la terca democracia podría elegir equivocadamente.

Ya desde ahora, esos futuros votantes votarán no desde su libertad, sino desde su necesidad. Que AMLO conjeture que quien gane en 2024 puede ser un “adversario” es lo de menos: lo que importa es que no existirá nadie en sus cabales que ose una quinta transformación.

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